viernes, 30 de noviembre de 2012

DOS TEXTOS DE GADAMER SOBRE LOS MITOS. (Hans-Georg Gadamer)

Juan Juan Jesús Ojeda Abolafia, profesor de Filosofía del IES Santa Bárbara de Málaga nos invita a reflecionar sobre dos textos del filósofo alemán Hans-Georg Gadamer sobre los mitos.
 

MITO Y RAZÓN.
(Hans-Georg Gadamer, 1954)   

   El pensamiento moderno tiene un doble origen. Por su rasgo esencial es Ilustración, pues comienza con el ánimo de pensar por uno mismo que hoy impulsa a la ciencia; tanto la expansión ilimitada de las ciencias experimentales como el conjunto de las transformaciones de la vida humana en la época de la técnica, que parten de esas ciencias, atestiguan y confirman este ánimo. Al mismo tiempo, todavía hoy vivimos de algo cuyo origen es distinto. Es la filosofía del idealismo alemán, la poesía romántica y el descubrimiento del mundo histórico que acaeció en el Romanticismo; todos ellos se han mostrado, dentro del impulso ilustrado de la modernidad, como un movimiento contrario vigente hasta hoy. Es verdad que, considerando el conjunto del mundo civilizado, ante todo habrá que darle la razón a Ernst Troeltsch, quien una vez dijo que el idealismo alemán sería sólo un episodio. Todo el mundo anglosajón, pero igualmente el Este dominado por la doctrina comunista, están impregnados por el ideal de la Ilustración, por la fe en el progreso de la cultura bajo el dominio de la razón humana. Al lado, hay otra zona del mundo que está tan penetrada por la inmutabilidad de la medida y el orden natural que el pensamiento moderno no puede hacer tambalear esta convicción. Es el mundo latino que, formado por el catolicismo, sigue siendo un abogado perseverante del pensamiento iusnaturalista. Pero en Alemania, y desde ella, la Ilustración moderna se ha combinado con rasgos románticos y ha dado lugar a un resistente haz de influencias, cuyos polos extremos son la Ilustración radical y la crítica romántica de la Ilustración.
   Uno de los temas en que especialmente se expresa esta bipolaridad del pensamiento moderno es la relación entre mito y razón. Pues es de suyo un tema ilustrado, una formulación de la clásica crítica que el racionalismo moderno hizo a la tradición religiosa del cristianismo. El mito está concebido en este contexto como el concepto opuesto a la explicación racional del mundo. La imagen científica del mundo se comprende a sí misma como la disolución de la imagen mítica del mundo. Ahora bien, para el pensamiento científico es mitológico todo lo que no se puede verificar mediante experiencia metódica. De manera que la progresiva racionalización también deja a toda religión a merced de la crítica. Max Weber vio justamente en el desencantamiento del mundo la ley del desarrollo de la historia que conduce necesariamente del mito al logos, a la imagen racional del mundo. Pero la validez de este esquema es cuestionable. Es verdad que en cualquier desarrollo cultural se puede reconocer ese impulso hacia la intelectualización, es decir, una tendencia ilustrada. Pero nunca antes de esta última Ilustración, la Ilustración moderna europea y cristiana, el conjunto de la tradición religiosa y moral sucumbió a la crítica de la razón, de modo que el esquema del desencantamiento del mundo no es una ley general de desarrollo, sino que él mismo es un hecho histórico. Es el resultado de lo que enuncia: sólo la secularización del cristianismo ha hecho madurar esta racionalización del mundo; y hoy comprendemos por qué.
   Pues el cristianismo ha sido quien primeramente ha hecho, en la proclamación del Nuevo Testamento, una crítica radical del mito. Todo el mundo de los dioses paganos, no sólo el de este o aquel pueblo, es desenmascarado, teniendo presente el Dios del más allá de la religión judeocristiana, como un mundo de demonios, es decir, de falsos dioses y seres diabólicos, y ello porque todos son dioses mundanos, figuras del mundo mismo sentido como potencia superior. A la luz del mensaje cristiano, el mundo se entiende justamente como el falso ser del hombre que necesita la salvación. Siendo así, desde el punto de vista del cristianismo, a través de la explicación racional del mundo se cierne sobre la ciencia la amenaza de una sublevación contra Dios, en cuanto que el hombre tiene la arrogancia de ser, por sus propias fuerzas y gracias a la ciencia, dueño de la verdad. Pero el cristianismo ha preparado el terreno a la moderna Ilustración y ha hecho posible su inaudita radicalidad, que ni siquiera hubo de detenerse ante el propio cristianismo por haber realizado la radical destrucción de lo mítico, es decir, de la visión del mundo dominada por los dioses mundanos.
   Pero la relación entre mito y razón es tanto más un problema romántico. Los acentos son completamente distintos si por “romanticismo” entendemos todo el pensamiento que cuenta con la posibilidad de que el verdadero orden de las cosas no es hoy o será alguna vez) sino que ha sido en otro tiempo y que, de la misma manera, el conocimiento de hoy o de mañana no alcanza las verdades que en otro tiempo fueron sabidas. El mito se convierte en portador de una verdad propia, inalcanzable para la explicación racional del mundo. En vez de ser ridiculizado como mentira de curas o como cuento de viejas, el mito tiene, en relación con la verdad, el valor de ser la voz de un tiempo originario más sabio. En efecto, el Romanticismo ha sido el que, con esta revalorización del mito, ha abierto todo un amplio campo de nuevas investigaciones. Se investigan los mitos y los cuentos por su significado, es decir, por la sabiduría  de los mitos y de los cuentos. Pero la razón reconoce también de otro modo los límites de la realidad dominada por ella, por ejemplo el mecanismo de la sociedad, usando imágenes orgánicas para la vida social o concibiendo la “oscura” Edad Media desde el esplendor de su cristiandad o buscando una nueva mitología que sería auténtica religión del pueblo, la misma situación en que antes estuvieron los pueblos de la Antigüedad pagana. Nietzsche sólo dio un pequeño paso hacia adelante cuando, en la “Segunda consideración intempestiva”, vio en el mito la condición vital de cualquier cultura. Una cultura sólo podía florecer en un horizonte rodeado de mito. La enfermedad del presente, la enfermedad histórica, consistiría justamente en destruir este horizonte cerrado por un exceso de historia, esto es, por haberse acostumbrado el pensamiento a tablas de valor siempre cambiantes. Y, nuevamente, sólo es un pequeño paso el que conduce desde esta valoración del mito hasta la acuñación de un concepto político del mito, que resuena en el nouveau christianisme de Saint-Simon y que expresamente fue desarrollado por Sorel y sus seguidores. La dignidad de una vieja verdad es atribuida a la meta política de un orden futuro que debe ser creído por todos, como en otro tiempo el mundo comprendido míticamente.
   Habrá que aclarar la conexión de estos dos aspectos del problema para extraer de ello un conocimiento histórico. La aclaración debe ser precedida por un análisis de los conceptos “mito” y “razón” que, como cualquier verdadero análisis conceptual, es una historia de conceptos (Begriffen) y un hacerse cargo de (Begreifen) la historia.
   I. En primer lugar, “mito” designa otra cosa que una especie de acta notarial. El mito es lo dicho, la leyenda, pero de modo que lo dicho en esa leyenda no admite ninguna otra posibilidad de ser experimentado que justo la del recibir lo dicho. La palabra griega, que los latinos tradujeron por “fábula”, entra entonces en una oposición conceptual con el logos que piensa la esencia de las cosas y de ese pensar obtiene un saber de las cosas constatable en todo momento.
   Pero a partir de este concepto formal de mito se sigue otro de contenido. Pues de ningún acontecimiento único, del que sólo pueda saberse gracias testigos oculares y a la tradición que se basa en éstos, puede levantarse acta notarial por medio de la razón pensante, ni puede ser puesto a disposición por medio de la ciencia. Lo que de tal suerte vive en la leyenda es, ante todo, el tiempo originario en que los dioses debieron haber tenido un trato aún más manifiesto con los hombres. Los mitos son sobre todo historias de dioses y de su acción sobre los hombres. Pero “mito” significa también la historia misma de los dioses, tal y como, por ejemplo, es narrada por Hesíodo en su Teogonía. Ahora bien, en cuanto que la religión griega tiene su esencia en el culto público y la tradición mítica no pretende otra cosa que la interpretación de esta estable y permanente tradición cultual, el mito está expuesto constantemente a la crítica y a la transformación. La religión griega no es la religión de la doctrina correcta. No tiene ningún libro sagrado cuya adecuada interpretación fuese el saber de los sacerdotes, y justo por esto lo que hace la Ilustración griega, a saber, la critica del mito, no es ninguna oposición real a la tradición religiosa. Sólo así se comprende que en la gran filosofía ática y, sobre todo, en Platón pudiesen entremezclarse la filosofía y la tradición religiosa. Los mitos filosóficos de Platón testimonian hasta qué punto la vieja verdad y la nueva comprensión son una.
   Por contra, la crítica del mito hecha a través del cristianismo en el pensamiento
moderno llevó a considerar la imagen mítica del mundo como concepto contrario a la imagen científica del mundo. En cuanto que la imagen científica del mundo se caracteriza por hacer del mundo algo calculable y dominable mediante el saber, cualquier reconocimiento de poderes indisponibles e indomeñables que limitan y dominan nuestra conciencia es considerado, en esas circunstancias, como mitología. Pero esto significa que cualquier experiencia que no sea verificada por la ciencia se ve arrinconada en el ámbito no vinculante de la fantasía, de modo que tanto la fantasía creadora de mitos como la facultad del juicio estético ya no pueden erigir una pretensión de verdad.
   II. El concepto de “razón” es, si tenemos en cuenta la palabra, un concepto moderno. Refiere tanto a una facultad del hombre como a una disposición de las cosas. Pero precisamente esta correspondencia interna de la conciencia pensante con el orden racional del ente es la que había sido pensada en la idea originaria, del logos que está a la base del conjunto de la filosofía occidental. Los griegos llamaron nous a la sabiduría suprema en que lo verdadero está patente, es decir, en que se hace patente en el pensamiento humano la disposición del ser con arreglo al logos. A este concepto del nous corresponde en el pensamiento moderno el de la razón. Ella es la facultad de las ideas (Kant). Su exigencia principal es la exigencia de unidad en que se coordina lo disparejo de la experiencia. La mera multiplicidad del “esto y esto” no satisface a la razón. Ésta quiere examinar qué produce la multiplicidad, donde la haya, y cómo se forma. De ahí que la serie de los números sea el modelo del ser racional, del ens rationis. En la lógica tradicional la razón es la facultad de deducir, es decir, la capacidad de adquirir conocimientos a partir de conceptos puros sin el auxilio de experiencia nueva. El rasgo esencial común que se perfila en todas estas definiciones conceptuales de “razón” es que hay razón allí donde el pensamiento está cabe sí mismo, en el uso matemático y lógico y también en la agrupación de lo diverso bajo la unidad de un principio. En la esencia de la razón radica, por consiguiente, el ser absoluta posesión de sí misma, no aceptar ningún límite impuesto por lo extraño o lo accidental de los meros hechos. Así, la ciencia matemática de la naturaleza es razón en tanto en cuanto presenta inteligiblemente el acontecer natural por medio del cálculo, y el extremo perfeccionamiento de la razón que es por sí misma consistiría en que el curso de la historia humana nunca experimentara como límite propio el factum brutum del azar y de la arbitrariedad, sino que (con Hegel) llegara a hacer visible e inteligible la razón en la
historia.
   La imposibilidad de cumplir esta exigencia, la de reconocer todo lo real como racional, significa el fin de la metafísica occidental y conduce a una devaluación de la razón misma. Ésta ya no es la facultad de la unidad absoluta, ya no es la facultad que entiende de los fines últimos incondicionados, sino que “racional” significa más bien el hallazgo de los medios adecuados a fines dados, sin que la racionalidad misma de estos fines esté comprobada. Por consiguiente, la racionalidad del aparato civilizador moderno es, en su núcleo central, una sinrazón racional, una especie de sublevación de los medios contra los fines dominantes; dicho brevemente, una liberación de lo que en cualquier ámbito vital llamamos “técnica”.
   El mito y la razón tienen, como muestra este esbozo, una historia común que discurre según las mismas leyes. No es que la razón haya desencantado al mito y que a continuación haya ocupado su lugar. La razón que relega al mito al ámbito no vinculante de la imaginación lúdica se ve expulsada demasiado pronto de su posición de mando. La Ilustración radical del siglo XVIII resulta ser un episodio. Así pues, en tanto que el movimiento de la Ilustración se expresa a sí mismo en el esquema “del mito al logos”, también este esquema está menesteroso de una revisión. El paso del mito al logos, el desencantamiento de la realidad, sería la dirección única de la historia sólo si la razón desencantada fuese dueña de sí misma y se realizara en una absoluta posesión de sí. Pero lo que vemos es la dependencia efectiva de la razón del poder económico, social, estatal. La idea de una razón absoluta es una ilusión. La razón sólo es en cuanto que es real e histórica. A nuestro pensamiento le cuesta reconocer esto. Tan grande es el dominio que la metafísica antigua ejerce sobre la comprensión que de sí misma tiene la existencia, que se sabe finita e histórica, del hombre. Del trabajo filosófico de Martin Heidegger hemos aprendido cómo los griegos, pensando el ser verdadero en la presencia y en la comunidad del logos, fundaron y decidieron la experiencia del ser de Occidente. Ser significa ser siempre. Lo que la razón conoce como verdadero, debe ser siempre verdadero. Así que la razón debe poder ser siempre la que conozca lo verdadero. Pero, en verdad, la razón no está presente ni disponible cada vez que quiere ser consciente de sí misma, es decir, cada vez que quiere ser consciente de la racionalidad de algo. Se experimenta en algo sin ser dueña previamente de lo que en ello hay de racional. Su autoposibilitación está siempre referida a algo que no le pertenece a ella misma, sino que le acaece y, en esa medida, ella es sólo respuesta, como aquellas otras fueron respuestas míticas. También ella es siempre interpretación de una fe, no necesariamente de la fe de una tradición religiosa o de la de un tesoro de mitos extraído de la tradición poética. Todo el saber que la vida histórica tiene de sí misma surge de la vida que tiene fe en sí misma, cuya realización es ese saber.
   Con todo esto, la conciencia romántica, que critica las ilusiones de la razón ilustrada, adquiere positivamente un nuevo derecho. Unido a aquel impulso ilustrado hay también un movimiento contrario de la vida que tiene fe en sí misma, un movimiento de protección y conservación del encanto mítico en la misma conciencia; hay, sin duda, el reconocimiento de su verdad.
   Naturalmente, hay que reconocer la verdad de los modos de conocimiento que se encuentran fuera de la ciencia para percibir en el mito una verdad propia. Aquéllos no deben quedar relegados al ámbito no vinculante de las meras configuraciones de la fantasía. Que a la experiencia que el arte hace del mundo le corresponde un carácter vinculante y que este carácter vinculante de la verdad artística se asemeja al de la experiencia mítica, se muestra en su comunidad estructural. En su Filosofía de las formas simbólicas, dentro de la filosofía criticista, Ernst Cassirer ha abierto un camino al reconocimiento de estas formas extracientíficas de la verdad. El mundo de los dioses míticos, en cuanto que éstos son manifestaciones mundanas, representa los grandes poderes espirituales y morales de la vida. Sólo hay que leer a Homero para reconocer la subyugante racionalidad con que la mitología griega interpreta la existencia humana. El corazón subyugado expresa su experiencia: la potencia superior de un dios en acción. Pero, ¿qué otra cosa podría ser la poesía sino esa representación de un mundo en que se anuncia algo verdadero, pero no mundano? Incluso allí donde las tradiciones religiosas ya no son vinculantes, la experiencia poética ve el mundo míticamente. Esto quiere decir que lo verdadera y subyugantemente real se representa como viviente y en acción. Piénsese en las poesías-cosa de Rilke. La glorificación de las cosas no es sino el desarrollo de su superior sentido de ser con que subyugan y hacen tambalearse a una conciencia que se imagina estar en una absoluta posesión de sí misma. ¿Y qué otra cosa puede ser acaso la figura del ángel en Rilke sino la visibilidad de eso invisible que tiene su lugar en el propio corazón, en “lo que golpea fuerte”, qué sino la incondicionalidad del sentimiento puro, en que eso invisible se ofrece? El mundo verdadero de la tradición religiosa es del mismo tipo que el de estas configuraciones poéticas de la razón. Su carácter vinculante es el mismo. Pues ninguna de ellas es una imagen arbitraria de nuestra imaginación al estilo de las imágenes fantásticas o los sueños que se elevan y se disipan. Son respuestas consumadas en las cuales la existencia humana se comprende a sí misma sin cesar. Lo racional de tales experiencias es justamente que en ellas se logra una comprensión de sí mismo. Y se pregunta si la razón no es mucho más racional cuando logra esa autocomprensión en algo que excede a la misma razón.




MITO Y LOGOS

(Hans-Georg Gadamer, 1981)


1. El problema del mito en la situación del pensamiento ilustrado

   Las palabras narran nuestra historia. Que la palabra «mito» haya sobrepasado el lenguaje del erudito y que, desde hace cerca de dos siglos, tenga su propia resonancia, preferentemente positiva, es un hecho que verdaderamente invita a la reflexión. En la época de la ciencia en que vivimos el mito y lo mítico no tienen ningún derecho legítimo y, sin embargo, justamente en esta época de la ciencia se infiltra la palabra griega; elegida para expresar un más allá del saber y de la ciencia en la vida del lenguaje y de las lenguas.
   La relación entre mito y ciencia es sencillamente connatural a la palabra «mito»; y, no obstante, apenas puede uno pensar una relación tan tensa como ésta ni ninguna otra que tenga que contar una historia tan significativa. Que «ciencia» sea la designación bajo la cual el Occidente grecocristiano se ha convertido en la civilización mundial imperante hoy implica que la misma «ciencia» ha recorrido una historia y que sólo en el curso de esta historia ha llegado a ser «la ciencia». Toda pretensión de verdad se libra bajo su autoridad y anonimato. De modo que también la relación entre el mito y la ciencia tiene, desde los comienzos griegos de nuestra cultura científica, una elocuente historia que alberga muchas cosas en su seno.
   Si echamos una ojeada a la formación de la civilización occidental, el impulso ilustrado parece haber tenido en la historia tres grandes oleadas: la oleada ilustrada que culminó en la sofística radical ateniense del tardío siglo v antes de Cristo, la oleada ilustrada del siglo XVIII que tuvo su punto culminante en el racionalismo de la Revolución Francesa y, así se debería quizá decir, el movimiento ilustrado de nuestro siglo que ha alcanzado su cumbre provisional en la «religión del ateísmo» y su fundación institucional en los modernos ordenamiento s estatales ateos. El problema del mito está estrechamente relacionado con estas tres etapas del pensamiento ilustrado. Hemos de considerar que es un desafío especial el hecho de que precisamente la última y más radical oleada de Ilustración haya conducido a modos y estrategias de formación de convicciones humanas que son implantadas artificialmente, es decir, que sirven a los fines del Estado y a los fines de la dominación y a las cuales se les ha conferido, por así decir, sin motivo la dignidad de la validez mítica, y esto quiere decir la dignidad de una validez que no necesita ulteriores comprobaciones. A tal efecto, tanto más importante es preguntar sobre qué fundamenta la tradición mítica su pretensión de verdad. ¿Hay algo así como un mito inauténtico y qué es un mito auténtico? ¿Qué significa “mito”?


2. Perfil conceptual del mythos en el pensamiento griego

   La palabra mythos es una palabra griega. En el antiguo uso lingüístico homérico no quiere decir otra cosa que “discurso”, “proclamación”, “notificación”, “dar a conocer una noticia”. En el uso lingüístico nada indica que ese discurso llamado mythos fuese acaso particularmente poco fiable o que fuese mentira o pura invención, pero mucho menos que tuviese algo que ver con lo divino. Allí donde la mitología -en el significado tardío de la palabra- se convierte en un tema expreso, en la Teogonía de Hesíodo, el poeta es elegido por las musas para realizar su obra, y éstas son plenamente conscientes de la ambigüedad de sus dones: “Sabemos contar muchas falsedades que se parecen a lo verdadero ... , pero también lo verdadero” (Theog., 26). No obstante, la palabra “mito” no se encuentra en absoluto en este contexto. Sólo siglos después, en el curso de la Ilustración griega, el vocabulario épico de mythos y mythein cae en desuso y es suplantado por el campo semántico de logos y legein. Pero justamente con ello se establece el perfil que acuña el concepto de mito y el mythos como un tipo particular de discurso frente al logos, frente al discurso explicativo y demostrativo. La palabra designa en tales circunstancias todo aquello que sólo puede ser narrado, las historias de los dioses y de los hijos de los dioses.
   También la palabra logos narra nuestra historia desde Parménides y Heráclito. El significado originario de la palabra, “reunir”, “contar”, remite al ámbito racional de los números y de las relaciones entre números en que el concepto de logos se constituyó por primera vez. Se encuentra en la matemática y en la teoría de la música de la ciencia pitagórica. Desde este ámbito se generaliza la palabra logos como concepto contrario a mythos. En oposición a aquello que refiere una noticia de la que sólo sabemos gracias a una simple narración, “ciencia” es el saber que descansa en la fundamentación y en la prueba.
   Con la creciente conciencia lingüística que en el tardío siglo v acompaña al nuevo ideal educativo retórico-dialéctico mythos viene a ser casi exclusivamente un concepto retórico para designar en general los modos de exposición narrativa. Naturalmente, narrar no es “probar”; la narración sólo se propone convencer y ser creíble. Los maestros de retórica se comprometían a exponer sus materias en la forma de un mito o en la forma del logos según los deseos de cada cual (el Protágoras de Platón). Tras esa arbitrariedad virtuosa se distingue la nueva oposición entre la historia bien hallada o inventada y la verdad enumerable, mostrable, demostrable, El mito se convierte en “fábula” en tanto que su verdad no sea alcanzada mediante un logos.
   Así le pareció quizá a Aristóteles. El mythos se encuentra para él en una oposición natural a lo que es verdadero. No obstante, también conoce el uso retórico-poético de la palabra. Ante sus ojos Heródoto aparece como el narrador de historias (mythologicos) y en su teoría de la tragedia designa con la palabra mythos el contenido narrable de la acción. En este contexto tampoco puede hablarse de la oposición extrema entre mito y logos con que estamos familiarizados. Las historias inventadas poseen asimismo verdad. Sin duda, la formulación de Aristóteles sigue siendo admisible: las historias inventadas poseen más verdad que la noticia que informa de acontecimientos reales que transmiten los historiadores. Esto es completamente evidente desde el punto de vista del concepto de saber de la Antigüedad, de acuerdo con el cual “ciencia” (episteme) refiere a la pura racionalidad y en absoluto a la experiencia. Lo que narran o inventan los poetas, comparado con el informe histórico, tiene algo de la verdad de lo universal. Con ello, en modo alguno se restringe la primacía del pensamiento racional frente a la verdad mítico-poética. Sólo deberíamos ser precavidos y llamar a los mitos, en el sentido mencionado, “historias inventadas”. Son historias “halladas”, o mejor: dentro de lo conocido desde hace largo tiempo, desde antiguo, halla el poeta algo nuevo que renueva lo viejo. En cualquier caso, el mito es lo conocido, la noticia que se esparce sin que sea necesario ni determinar su origen ni confirmarla.
   En el pensamiento griego encontramos, pues, la relación entre mito y logos no sólo en los extremos de la oposición ilustrada, sino precisamente también en el reconocimiento de un emparejamiento y de una correspondencia, la que existe entre el pensamiento que tiene que rendir cuentas y la leyenda transmitida sin discusión. En especial, esto se muestra en el giro peculiar con que Platón supo unir la herencia racional de su maestro Sócrates con la tradición mítica de la religión popular. Rechazando la pretensión de verdad de los poetas, admitió sin embargo simultáneamente, bajo techo de su inteligencia racional y conceptual, la forma narrativa del acontecer que es propia del mito. La argumentación racional se extendió, por decirlo así, pasando por encima de los límites de sus propias posibilidades demostrativas, hasta el ámbito a que sólo son capaces de llegar las narraciones. Así, en los diálogos platónicos el mito se coloca junto al logos y muchas veces es su culminación. Los mitos de Platón son narraciones que, a pesar de no aspirar a la verdad completa, representan una especie de regateo con la verdad y amplían los pensamientos que buscan la verdad hasta la, allendidad. Puede ser sorprendente para el lector de hoy cómo se entremezcla aquí la tradición arcaica con la refinada agudeza de la reflexión conceptual y cómo se organiza ante nosotros una configuración hecha de humor y seriedad que se extiende, no sólo sin ruptura sino incluso con una especie de pretensión religiosa, sobre la totalidad del pensamiento que busca la verdad.
   Para el lector griego esto no fue seguramente tan raro y asombroso como le puede parecer al pensamiento moderno que ha pasado por el cristianismo. El conjunto de la tradición religiosa de los griegos se realizó encadenando sin interrupción esos intentos de hacer concordar el propio potencial de experiencia y la propia inteligencia reflexiva con las noticias que pervivían en el culto y en la leyenda. La tarea del rapsoda épico, como la del poeta trágico e incluso como la del autor de comedias, era manifiestamente la de configurar constantemente esta mezcolanza de tradición religiosa y pensamiento propio. Incluso Aristóteles ve en la tradición “mítica” de los dioses una especie de noticia de conocimientos olvidados en los que reconoce su metafísica del Primer Motor (Met. L8, l074b). Así que hay que preguntarse qué es realmente lo que hace que la tradición mítica sea susceptible de esa racionalización y, al contrario, por qué bajo el signo de las religiones reveladas la relación entre fe y saber adquiere rasgos antagónicos. Hay que plantear la pregunta en general y desplegarla en ambas direcciones. Pues aunque el camino de la racionalización de la imagen mítica del mundo sólo ha sido recorrido en una dirección, la que va de los griegos a la ciencia -a la que se le dio el nombre de “filosofía”-, la tradición mítica entraña en sí misma un momento de apropiación pensante y se realiza por doquier volviendo a decir interpretativamente lo dicho en la leyenda.

 
                                                                                         

No hay comentarios:

Publicar un comentario