miércoles, 21 de noviembre de 2012

EL MITO DE DON JUAN (Carlos García Gual.: Diccionario de mitos, Barcelona, Planeta, 1997, pp. 126-133)



            Don Juan –como Fausto y Carmen- es el protagonista de un mito literario  cuyos orígenes y evolución, en textos modernos bien conocidos, podemos rastrear con precisión. Incluso podemos registrar la fecha de su nacimiento, en la obra de Tirso de Molina, El burlador de Sevilla y convidado de piedra, que se editó en 1630.

            Ese drama barroco de firme estructura dramática define muy bien al héroe y su destino. Don Juan es un seductor de doncellas, un tipo gallardo y calavera, sin escrúpulos religiosos ni morales, que busca el placer y las diversiones sin reparar en el castigo divino, y a quien, al final, la estatua del comendador le arrastra al infierno. Cuatro son las mujeres engañadas que aparecen en la obra de Tirso: la duquesa Isabel  -a quien engaña con la apariencia de su amante Octavio-, doña Ana de Ulloa –a cuyo padre, don Gonzalo, don Juan da muerte en duelo- y dos jóvenes campesinas, a las que ha dado rápidas promesas de matrimonio. En sus andanzas Don Juan llega hasta un cementerio donde se topa con la tumba y estatua de don Gonzalo de Ulloa, y en un arranque burlón don Juan invita a una cena a la estatua del viejo comendador. El convidado de piedra acepta y acude a la casa de don Juan, y se sienta con él a la mesa, pero es para invitarle a su vez a otra comida nocturna, en su cementerio; don Juan acude y el comendador le tiende una mano que don Juan estrecha con gesto audaz. Pero la estatua pétrea ya no le suelta, sino que arrastra al burlador al fuego eterno infernal.

            Ahí están ya los elementos sustanciales de la trama mítica: la serie de las mujeres burladas, el airado y fantasmal comendador, asesinado por don Juan y convertido en estatua de piedra, huésped de últimas cenas, y el tipo de don Juan, pertinaz y jactancioso libertino, pecador desconfiado de una sanción divina, que al final recibe de manos de la vengativa estatua de piedra. Son los tres elementos que Jean Rousset –en El mito de don Juan (1978: trad.esp., México, 1985)- considera constitutivos del mito. Tal vez Tirso tomó de la tradición alguno de esos elementos, como el del convite de burlas a un muerto que acude para castigar al atrevido, y la historia de un seductor de mujeres sin cuento y sin arrepentimiento que recibe un ejemplar final catastrófico. Pero fue la unión de esos trazos en una misma trama dramática la que logró ese mito de tan admirable éxito en la literatura europea desde el siglo XVII al XX.

            En sucesivas recreaciones, dramáticas y operísticas, pero también en novelas y en ensayos, la figura de don Juan es reinterpretada con nuevos matices y se le añaden tonos a la peripecia dramática. El mito se hace popular y recibe luego fuertes tonos románticos. El “donjuanismo” resulta un carácter analizado por diversos pensadores, condenado por los moralistas y también por los psicoanalistas. Pero desde los románticos no parece ya adecuada la condenación final de don Juan al fuego del infierno. El amor –que no estaba en el drama de Tirso- aparece, primero en alguna figura femenina –ya en Molière- y luego en el propio protagonista, cautivado al final por la pasión de la que tanto se burlara. Otros tratan ya el mito con ironía cáustica. En fin, se suceden los nuevos tipos de don Juan, en rápida y numerosa serie, en Francia, Italia, Alemania, Gran Bretaña, etc. El éxito de la trama donjuanesca resulta asombroso, pero son muy importantes los giros que adopta en manos de unos y otros autores. Como si el personaje se prestara a esas nuevas interpretaciones por una especial textura mítica.

            Recordemos los textos más destacados, unos pocos entre más de un centenar, los que dejan una fuerte impronta en esa tradición literaria. De 1665 es el Don Juan ou le festin de Pierre de Molière. (Aquí don Juan es un libertino, ágil en sus razonamientos, incrédulo e insatisfecho en sus victorias. Junto a él está su criado Sganarelle –más ingenuo que el Catalinón de Tirso- y una mujer amante, Elvira, raptada del convento y casada con él.) De 1763 es el Don Giovanni Tenorio ossia il dissoluto de Goldoni. De 1787 Il dissoluto punito ossia il don Giovanni, libreto de Da Ponte, que Mozart transforma en una ópera fulgurante y de inolvidable éxito. (Don Juan es un cínico, vuelve a tener un primer plano doña Ana, el criado ahora es el cómico Leporello, la acción tiene un buen ritmo, pero la música es la que impone su magnífico y alegre contrapunto a las mejores escenas.) La breve novela de E.T.A. Hoffmann Don Juan (1813) marca una variación que será muy influyente en la interpretación del protagonista: aquí don Juan está visto como el buscador de un ideal de mujer que no encuentra en sus devaneos. Es un idealista desencantado en sus aventuras, un hombre que anhela más altas empresas, un espíritu de ansias que chocan con la realidad. Con esta visión se abre ya la romantización del personaje, que ofrecerá muchos nuevos don Juanes en el siglo. El Don Juan de Byron (1818-1824) es un largo poema que toma fundamentalmente el nombre del protagonista y su talante libertino y aventurero como eje para una larga serie de aventuras, muy representativas del talante de su autor. Es una buena muestra del romanticismo que insufla nueva pasión en la figura del Burlador, aunque ya lanzado a peripecias que no son otras que las de la trama originaria. Otros autores románticos toman del mismo modo la figura de don Juan para imaginar sólo un episodio, de notable originalidad, como hace A.S. Pushkin en El huésped de piedra, de 1830. En el drama de Grabbe Don Juan y Fausto, de 1829, se enfrentan esas dos figuras míticas, que el romanticismo acerca como audaces transgresores de la moral rutinaria, buscadores inquietos de una acción apasionada.

            De 1844 es el Don Juan Tenorio de Zorrilla, que retoma la interpretación romántica del protagonista con nuevos bríos. Don Juan sigue siendo el tipo gallardo y calavera, orgulloso de una larga lista de mujeres seducidas y abandonadas  –tantas como las “mil y tres” de la ópera de Mozart por lo menos-, pero ahora está dispuesto a redimirse por el amor. El seductor acaba profundamente enamorado de doña Inés de Ulloa, y doña Inés le ama, más allá de la muerte de su padre el comendador, y aun después de muerta. De modo que , por intervención del espíritu de la amada, que se enfrenta en la última escena a la estatua de su marmóreo padre, se salva don Juan-arrepentido en el último instante- de la condena infernal. Escapa el seductor del fogoso infierno y sube al cielo de la mano de doña Inés. Es un final feliz al gusto de la nueva época y del público.

            Son numerosos los escritores que después de Zorrilla hasta mediados de nuestro siglo han vuelto a presentar a don Juan en escena o en un relato novelesco. En los más recientes domina muy fuertemente la ironía –como en las comedias de M. Frisch, Don Juan o el amor a la geometría (1953), de H. de Montherlant, Don Juan (1958), o en la novela de G. Torrente Ballester, Don Juan (1963). Luego, el mito de don Juan parece haber llegado a un ocaso fácil de explicar. En su primer creador, en Tirso de Molina, está muy claro el trasfondo religioso del drama. El Burlador es un pecador contumaz y que desprecia la oportuna contrición y penitencia, embriagado por sus conquistas femeninas y su vanidad. Tirso, fraile y moralista, muestra en su pieza cómo esa conducta arrastra a don Juan a los infiernos, y castiga su arrogancia y sus burlas con una merecida condenación, que el comendador ejecuta con pétreo aplomo. El trasfondo moral católico de la pieza es evidente; tanto seducir doncellas como agraviar a los difuntos son ofensas a un código religioso y el final fantástico resulta ejemplar.

            Luego ese trasfondo moral católico se difumina en muchos autores, y aparece una nueva visión de don Juan menos moralizada. Don Juan es un idealista, un deportista, un coleccionista de mujeres, en fin, un personaje de quien se exalta la audacia, la arrogancia, el afán de aventuras. Es alguien que puede ser amado (y la primera en amar a don Juan es Elvira en el drama de Molière y la más fiel amante es doña Inés en el de Zorrilla) e incluso amar él mismo. Más tarde el aspecto del seductor ya no se ve como tan reprobable; podría decirse que en algunos casos las mujeres que no saben saciar sus ansias ideales son más culpables que él mismo. Y en la medida que la moral sexual evoluciona hacia una permisividad mayor, parece perder riesgos, pero también atractivos, el empeño donjuanesco. No es ya el pecado contra la castidad de las doncellas seducidas, sino el engaño sufrido, lo que parece más reprobable en don Juan. Y, avanzado el romanticismo, se deja sentir una clara corriente de simpatía hacia el apasionado y frívolo don Juan, que a la postre, gracias a alguna de sus amadas, se salva.

            Finalmente, en nuestros días, ni la perturbación del código católico moral ni el tener una lista de doncellas rápidamente seducidas y abandonadas parece algo tan hondamente reprobable como para mover a espectros respetables a castigar al inculpado. El tema de don Juan anda muy gastado. Ni siquiera las feministas gastan ya pólvora contra el donjuanismo, vicio menor y raro, en un mundo donde las mujeres han adquirido una mayor libertad y en el que los acosos sexuales basados en la galante retórica donjuanesca no parecen ser los más desagradables. Por otra parte, el elemento fantástico –la muerte y el infierno-, esencial en el mito, que está vinculado a la actuación de la estatua del comendador, es muy difícil de mantener en una época tan descreída. Y ese antagonista de ultratumba es, como J. Rousset ha analizado bien, un ingrediente esencial en el mito.

            Es el comendador quien se enfrenta a don Juan y quien detiene con un gesto sorprendente la carrera triunfal del Burlador. El encuentro entre el frívolo, raudo, inquieto y versátil don Juan y el sombrío y pétreo don Gonzalo es una invención genial de Tirso, y el mito adquiere su tono simbólico más impresionante para ofrecer y pedir las manos de las doncellas seducidas, tan diestro para escapar siempre de sus pactos fingidos, acaba atrapado por el apretón de la mano fría de la estatua. Y el comendador le arrastra con su mano al infierno. (La idea de Zorrilla de que doña Inés acuda en el último instante a darle su mano angélica para contrarrestar, con su tirón hacia arriba, hacia el cielo de ambos, el peso infernal de la de su padre, es una invención romántica genial, e invierte el sentido del drama, sin disminuir el efecto patético de la escena.) Conviene insistir en lo apropiado del final de don Juan, porque su condena o salvación es decisiva.

            Don Juan, que ha olvidado tantas y tantas noches de seducción y que ha dejado deslizarse su vida en aventuras sin peso ni huella, ve su existencia truncada por el choque con la estatua de piedra. La escena no es el centro del drama, pero sí proporciona la esperada catástrofe, y en su retumbo final envuelve en un halo mítico al héroe. La estatua del comendador actúa ahí de juez y de verdugo, con una tremenda eficacia simbólica, como glosa J. Rousset.

            «Al amnésico le recordará, finalmente, su existencia pasada, y esta vez de una manera draconiana, el más autoritario de los encargados de la permanencia: el Difunto. No es casual que éste sobrevenga en la forma implacable que el inventor español tuvo el mérito de elegir: la estatua, l’uom di sasso; ni el espectro ni el esqueleto del folklore legendario, sino la forma consumada de lo inmóvil, de lo petrificado, de lo que hay de más estable en el mundo. Como portavoz calificado de lo inmutable, el emisario del Cielo pone fin, brutalmente, a las idas y venidas del pertio en metamorfosis. Al hombre del presente, la Estatua le parece, a la vez, la memoria encarnada, puesto que le recuerda un acto olvidado de su pasado, y la mensajera de un futuro que él no ha dejado de eludir. El más tarde incluido en el lema tantas veces repetido por el frívolo se cambia brutalmente en un ahora que ya no tendrá mañana.

            »Vemos el poder de un símbolo fuerte: el hombre de piedra aplasta al hombre de carne, al hombre de viento. Para detener la movilidad misma hacía falta ese tope, ese peso de lo inamovible. Al confiar el oficio del desenlace al mármol de la permanencia, contrapartida estricta del inconstante, Tirso aseguró al mito uno de sus principios de coherencia y su eficacia sobre la imaginación colectiva.» (J. Rousset, pp. 105 y 106).

 

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