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Escribe una historia en pocas palabras o líneas (200 o
300 palabras aproximadamente; 15 o 20 líneas) que recoja algún detalle del mito
que acabas de conocer: algo relacionado con una mujer muy hermosa si se trataba
de algún episodio en el que aparecía Venus o Helena de Troya; si era sobre el
Minotauro y Teseo, puede aparecer un laberinto: un laberinto moderno, por
ejemplo un centro comercial, un parque infantil; si has leído sobre Edipo: una
pelea en un cruce de caminos con desenlace fatal, un personaje ciego, un
acertijo, etc… No intentes recoger todos los elementos del mito original, con
uno es suficiente. Y déjate llevar, incorpora elementos nuevos, lo que se te
ocurra, todas las mujeres hermosas son Helena de Troya e hijas de Venus, todos
los laberintos tienen dentro un monstruo que a veces hay que liberar, al
contrario de lo que hizo Teseo, y en todos los cruces de caminos puede que nos
estemos cruzando con nuestro padre.
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Si pasa el tiempo y no se te ocurre nada sobre lo dicho
más arriba, escribe sobre cualquier otra cosa. Si no se te ocurre nada sobre
cualquier otra cosa, escribe sobre nada, y si sobre nada, tampoco, no escribas
nada. En realidad, ese es el principio.
"Dédalo".
“Tengo
tres hijos. El mayor tiene 6 años y el más pequeño un par de meses. Me tocó
acompañar al de enmedio a una fiesta de cumpleaños de un amigo de su clase, 4
añitos. El lugar era un local grande, acondicionado como parque, con varios
niveles y recovecos, toboganes, camas elásticas y piscinas de bolas. Algo así
como Safari Park o Adventure o Los Piratas o Magic. Supongo que ya sabéis. Los
niños se descalzan, salen corriendo como ratones en el interior de una jaula,
hay un montón de sandwiches que apenas mordisquean y los papás intentan
encontrar un hilo de conversación que no aparece por ninguna parte. Nada más
penetrar en el recinto me di cuenta de que algo estaba sucediendo. Tengo una
especie de alarma perceptiva que me avisa, un radar para encontrar a seres
extraordinarios. A ver si me explico. Cuando era pequeño rompía las gafas con
frecuencia. Era un serio problema, no sólo porque estaba bastante cegato, sino
porque al llegar a casa ya podía estar seguro de que me iba a caer una buena
bronca o un tortazo. Por ese motivo aprendí una destreza que ningún otro chico
de mi calle necesitó. A ver sin ver, a caminar con seguridad entre nubarrones
deformes, a mirar con una sonrisa caras sin rasgos, que para mí estaban tan
lisas como un huevo. Pasaba semanas enteras con la montura de las gafas sin
cristales y nadie se daba cuenta. Adquirí una sensibilidad exacerbada para
interpretar los matices de las voces. Descubrí la entonación de las mentiras,
por ejemplo. El caso es que sé cuál de las madres de las filas de mis hijos es
ardiente y apasionada. Qué padre lleva una doble vida, compartiendo locuras con
otros hombres. Quién ha metido la mano en la caja de su empresa. He descubierto
que hay personas con capacidades extraordinarias como hacer que un jardín
florezca en la mitad de tiempo, o ponerle el abrigo a los niños con tal encanto
que si lo desearan los niños volarían por los aires. Volarían como pajarillos.
Bien. No tengo demasiado tiempo para explicaciones. En aquel espacio había
alguien que me transmitía una sensación de infinito ahogo, pero yo no daba con
el lugar. Había cansancio también. Y tiempo. Una gran concentración de tiempo
en su ser. Al principio pensé en alguno de los adultos que estaba acompañando a
los críos. No me parecía propio de ninguno de los niños que había allí que
albergase ese tipo de desasosiegos. Repasé a madres y padres y no hallé nada
más que secretos y miserias rutinarias. Una preocupación especial en alguien
por intentar recuperar una melodía asociada a momentos dulces y abstractos.
Pero el foco de la angustia no estaba en ninguno de ellos. Era un afán por encontrar
la salida de un laberinto, la necesidad de escapar de aquel lugar en el que
todos se estaban divirtiendo, todos excepto esa persona. De repente llegó
corriendo desde uno de los rincones un grupo de madres muy alarmadas. Traían en
brazos a un pequeño lloroso, que se había extraviado y tenía síntomas de fatiga
y desorientación. Me alegré amargamente, porque ya sabía yo que no había allí
ningún adulto para hacerse cargo de él y que en un descuido volvería a perderse
entre los otros niños, donde sólo le quedaría por delante la ciénaga del
tiempo, el mismo tiempo sin hilos en el que nos hundíamos todos los padres con
un vaso de refresco por delante”.
Antonio Báez Rodríguez
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