lunes, 26 de noviembre de 2012

Instrucciones para escribir un microrrelato después de leer cualquier mito. Por Antonio Báez.


·        Escribe una historia en pocas palabras o líneas (200 o 300 palabras aproximadamente; 15 o 20 líneas) que recoja algún detalle del mito que acabas de conocer: algo relacionado con una mujer muy hermosa si se trataba de algún episodio en el que aparecía Venus o Helena de Troya; si era sobre el Minotauro y Teseo, puede aparecer un laberinto: un laberinto moderno, por ejemplo un centro comercial, un parque infantil; si has leído sobre Edipo: una pelea en un cruce de caminos con desenlace fatal, un personaje ciego, un acertijo, etc… No intentes recoger todos los elementos del mito original, con uno es suficiente. Y déjate llevar, incorpora elementos nuevos, lo que se te ocurra, todas las mujeres hermosas son Helena de Troya e hijas de Venus, todos los laberintos tienen dentro un monstruo que a veces hay que liberar, al contrario de lo que hizo Teseo, y en todos los cruces de caminos puede que nos estemos cruzando con nuestro padre.

·        Si pasa el tiempo y no se te ocurre nada sobre lo dicho más arriba, escribe sobre cualquier otra cosa. Si no se te ocurre nada sobre cualquier otra cosa, escribe sobre nada, y si sobre nada, tampoco, no escribas nada. En realidad, ese es el principio.
 

 ·        El microrrelato que viene a continuación tiene poco menos de 600 palabras y ha aparecido en Mar de pirañas. Nuevas voces del microrrelato español. (Menoscuarto, 2012)
 

"Dédalo".

“Tengo tres hijos. El mayor tiene 6 años y el más pequeño un par de meses. Me tocó acompañar al de enmedio a una fiesta de cumpleaños de un amigo de su clase, 4 añitos. El lugar era un local grande, acondicionado como parque, con varios niveles y recovecos, toboganes, camas elásticas y piscinas de bolas. Algo así como Safari Park o Adventure o Los Piratas o Magic. Supongo que ya sabéis. Los niños se descalzan, salen corriendo como ratones en el interior de una jaula, hay un montón de sandwiches que apenas mordisquean y los papás intentan encontrar un hilo de conversación que no aparece por ninguna parte. Nada más penetrar en el recinto me di cuenta de que algo estaba sucediendo. Tengo una especie de alarma perceptiva que me avisa, un radar para encontrar a seres extraordinarios. A ver si me explico. Cuando era pequeño rompía las gafas con frecuencia. Era un serio problema, no sólo porque estaba bastante cegato, sino porque al llegar a casa ya podía estar seguro de que me iba a caer una buena bronca o un tortazo. Por ese motivo aprendí una destreza que ningún otro chico de mi calle necesitó. A ver sin ver, a caminar con seguridad entre nubarrones deformes, a mirar con una sonrisa caras sin rasgos, que para mí estaban tan lisas como un huevo. Pasaba semanas enteras con la montura de las gafas sin cristales y nadie se daba cuenta. Adquirí una sensibilidad exacerbada para interpretar los matices de las voces. Descubrí la entonación de las mentiras, por ejemplo. El caso es que sé cuál de las madres de las filas de mis hijos es ardiente y apasionada. Qué padre lleva una doble vida, compartiendo locuras con otros hombres. Quién ha metido la mano en la caja de su empresa. He descubierto que hay personas con capacidades extraordinarias como hacer que un jardín florezca en la mitad de tiempo, o ponerle el abrigo a los niños con tal encanto que si lo desearan los niños volarían por los aires. Volarían como pajarillos. Bien. No tengo demasiado tiempo para explicaciones. En aquel espacio había alguien que me transmitía una sensación de infinito ahogo, pero yo no daba con el lugar. Había cansancio también. Y tiempo. Una gran concentración de tiempo en su ser. Al principio pensé en alguno de los adultos que estaba acompañando a los críos. No me parecía propio de ninguno de los niños que había allí que albergase ese tipo de desasosiegos. Repasé a madres y padres y no hallé nada más que secretos y miserias rutinarias. Una preocupación especial en alguien por intentar recuperar una melodía asociada a momentos dulces y abstractos. Pero el foco de la angustia no estaba en ninguno de ellos. Era un afán por encontrar la salida de un laberinto, la necesidad de escapar de aquel lugar en el que todos se estaban divirtiendo, todos excepto esa persona. De repente llegó corriendo desde uno de los rincones un grupo de madres muy alarmadas. Traían en brazos a un pequeño lloroso, que se había extraviado y tenía síntomas de fatiga y desorientación. Me alegré amargamente, porque ya sabía yo que no había allí ningún adulto para hacerse cargo de él y que en un descuido volvería a perderse entre los otros niños, donde sólo le quedaría por delante la ciénaga del tiempo, el mismo tiempo sin hilos en el que nos hundíamos todos los padres con un vaso de refresco por delante”.

 
Antonio Báez Rodríguez

 

 

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