“No
hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar
que la vida vale o no vale la pena de que se la viva es responder a la pregunta
fundamental de la filosofía. Las demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si
el espíritu tiene nueve o doce categorías vienen a continuación. Se trata de
juegos; primeramente hay que responder. Y si es cierto, como quiere Nietzsche,
que un filósofo, para ser estimable, debe predicar con el ejemplo, se advierte
la importancia de esta respuesta, puesto que va a preceder al gesto definitivo.
Se trata de evidencias perceptibles para el corazón, pero que deben profundizarse
a fin de hacerlas claras para el espíritu.
Si
me pregunto para qué voy a juzgar si tal pregunta es más apremiante que tal
otra, respondo que pone en juego los actos. Nunca vi a nadie morir por el
argumento ontológico. Galileo, quien defendía
una verdad científica importante, la abjuró con la mayor facilidad del
mundo, cuando puso su vida en peligro. En cierto sentido, hizo bien[1].
Aquella verdad no valía la hoguera. Es profundamente indiferente quien gira
alrededor del otro, si la tierra o el sol. Para decirlo todo, es una cuestión
baladí. En cambio, veo que muchas personas mueren porque estiman que la vida no
vale la pena de que se la viva. Veo a otras que, paradójicamente, se hacen
matar por las ideas o las ilusiones que les dan una razón para vivir (lo que se
llama una razón para vivir es, al mismo tiempo, una excelente razón para
morir). Opino, en consecuencia, que el sentido de la vida es la pregunta más
apremiante. (…)
Nunca
se ha tratado del suicidio sino como de un fenómeno social. Por el contrario,
aquí se trata, para comenzar, de la relación entre el pensamiento individual y
el suicidio. Un acto como éste se prepara en el silencio del corazón, lo mismo
que una gran obra. El hombre mismo lo ignora. Una noche dispara o se sumerge.
De un gerente de inmuebles que se había matado me dijeron un día que había
perdido a su hija hacía cinco años y que esa desgracia le había cambiado mucho,
le había “minado”. No se puede desear una palabra más exacta. Comenzar a pensar
es comenzar a ser minado. La sociedad no tiene mucho que ver con estos comienzos.
El gusano se halla en el corazón del hombre y hay que buscarlo en él. Este
juego mortal, que lleva a la lucidez frente a la existencia de la evasión fuera
de la luz, es algo que debe investigarse y comprenderse.
Son
muchas las causas de un suicidio y, de una manera general, las más aparentes no
han sido las más eficaces. La gente se suicida rara vez (sin embargo, no se
excluye la hipótesis) por reflexión. Lo que desencadena la crisis es casi
siempre incontrolable. (…)
Pero
si es difícil fijar el instante preciso, el paso sutil en que el espíritu ha
apostado a favor de la muerte, es más fácil extraer del acto mismo las
consecuencias que supone. Matarse, en cierto sentido, y como en el melodrama,
es confesar. Es confesar que se ha sido sobrepasado por la vida o que no se
comprende ésta. Sin embargo, no vayamos
demasiado lejos en estas analogías y volvamos a las palabras corrientes. Es
solamente confesar que eso “no merece la pena”. Vivir, naturalmente, nunca es
fácil. Uno sigue haciendo los gestos que ordena la existencia por muchas
razones, la primera de las cuales es la costumbre. Morir voluntariamente supone
que se ha reconocido, aunque sea instintivamente, el carácter irrisorio de esa
costumbre, la ausencia de toda razón profunda para vivir, el carácter insensato
de esa agitación cotidiana y la inutilidad del sufrimiento.
¿Cuál
es, pues, ese sentimiento incalculable que priva al espíritu del sueño
necesario para una vida? Un mundo que se puede explicar hasta con malas razones
es un mundo familiar. Pero, por el contrario, en un universo privado
repentinamente de ilusiones y de luces, el hombre se siente extraño. Es un
exilio sin remedio, pues está privado de los recuerdos de una patria perdida o
de la esperanza de una tierra prometida. Tal divorcio entre el hombre y su
vida, entre el actor y su decorado, es propiamente el sentimiento de lo
absurdo. Como todos los hombres sanos han pensado en su propio suicidio, se
podrá reconocer, sin más explicaciones, que hay un vínculo directo entre este
sentimiento y la aspiración a la nada.
El
tema de este ensayo es, precisamente, esa relación entre lo absurdo y el
suicidio, la medida exacta en que el suicidio es una solución de lo absurdo. Se
puede sentar como principio que para un hombre que no hace trampas lo que cree
verdadero debe regir su acción. La creencia en lo absurdo de la existencia debe
gobernar, por lo tanto, su conducta. Es una curiosidad legítima preguntarse,
claramente y sin falso patetismo, si una conclusión de este origen exige que se
abandone lo más rápidamente posible una situación incomprensible”.
[1] Desde el
punto de vista del valor relativo de la verdad. Por el contrario, desde el
punto de vista de la conducta viril, la fragilidad de este sabio puede hacer
sonreír.
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