viernes, 9 de noviembre de 2012

GÉNESIS DE LA LEYENDA ARTÚRICA



 

Cuando nos acercamos a la leyenda artúrica con la pretensión de conocer con más profundidad su génesis y desarrollo, nos tropezamos con un hecho realmente fascinante: se trata, por usar una expresión inglesa que resume la idea mucho mejor que su traducción en español, de una legend in progress. Ese conjunto de personajes y elementos que habíamos conocido en distintas historias no posee una formulación «canónica» o definitiva: no hay un Mito central, una novela fundamental, una fuente A de la que parten todas las demás fuentes B, C o D. Bien al contrario, la leyenda artúrica es el resultado de un largo proceso de elaboración y conjunción, que bebe de fuentes históricas, mitológicas y literarias por igual (aunque, dependiendo del estudioso, la interpretación intente dar prioridad a uno de esos caminos por encima de los otros).


Los especialistas artúricos remontan el origen del mito al turbulento periodo de transición entre la marcha de las legiones romanas de Britania (por el Edicto de Honorio, de 410) y la consolidación de las invasiones sajonas. Ese siglo V es también conocido en la historiografía inglesa como las Dark Ages, las Edades Oscuras, un tiempo de tinieblas que se conoce poco y mal, fundamentalmente a partir de crónicas y anales redactados mucho tiempo después: la Historia ecclesiastica gentis anglorum, de Beda el Venerable (primer tercio del siglo VIII) o la Crónica anglo-sajona (conjunto de anales datados entre el siglo V y el IX).


La primera obra que se cita, de cara a la creación del mito, sin embargo, no es propiamente histórica sino apologética: De excidiu et conquestu Britanniae (Sobre la ruina y el lamento de Britania), escrita a mediados del siglo VI por el monje britano Gildas. Se trata más bien un sermón en el que motiva la invasión anglosajona como un castigo divino por los vicios del pueblo británico. En ella, menciona una gran victoria de los britanos frente a los invasores en la batalla de Mons Badonicus; las tropas britanas son lideradas por un caudillo al que da el nombre de Ambrosio Aureliano, britano-romano de noble familia.

Ese borroso personaje y esa aún más borrosa batalla son la piedra sobre la que se cimenta la hipótesis histórica del mito. Una obra dos siglos posterior, la Historia Brittonum, escrita hacia 830 (y atribuida tradicionalmente al monje Nennio), contiene la primera referencia en lengua latina a Arturo, que es ahora el caudillo que vence en esa batalla, la cual, además, pertenece a un conjunto de doce (número siempre sospechoso en fuentes cristianas medievales, por su carácter simbólico) combates entablados contra los sajones. No se le menciona como rey sino como dux bellorum, expresión traducible, quizás, como jefe guerrero o líder en las batallas: la especialista Gloria Torres Asensio[1], sin embargo, señala que tal denominación no excluye el carácter regio de ese Arturo, sino que  puede esconder sencillamente una traducción al latín del concepto britano de bretwalda, título que señala al rey que en determinadas ocasiones recibía el mando supremo temporal por parte de otros soberanos. Según la profesora, Arturo además es mencionado como un personaje ya conocido que no necesita presentación, lo que indica que el autor de la Historia no inventó el personaje, que debía gozar de una cierta fama previa.


A esa vertiente histórica del personaje hay que añadir el magma aportado por los poemas y cuentos del acervo céltico sobre el que se impuso, primero, la dominación anglosajona y, después, la conquista normanda. Los antiguos britanos se habían fragmentado territorialmente, en función del devenir de las invasiones, en tres grupos: los britanos del norte (sur de Escocia y norte de Inglaterra, en términos geográficos actuales), los britanos galeses y los emigrados a la península armoricana que debido a sus nuevos habitantes pasaría a ser llamada la Pequeña Bretaña. Unidos inicialmente por una lengua común, con sus variantes, estos pueblos desarrollarían una tradición literaria oral emparentada con el conjunto céltico que también tenía lugar en Irlanda y que si ha sobrevivido es por la labor de translatio al lenguaje escrito que llevaron a cabo monjes irlandeses, galeses y bretones a partir de los siglos XI y XII.

Los textos, sobre todo galeses (tanto poemas como obras en prosa, pertenecientes a los famosos Mabinogion), ya hacen mención de Arturo (definitivamente rey), de su espada Kaledvwlch (de caled, «duro», y vwulch, «cortadura»), después latinizada como Caliburna, de sus principales caballeros, Keu y Bedwer (después Kay y Bediver, senescal y copero respectivamente en la corte artúrica), de Myrddin, mago-vate-bardo sobre el que luego se formulará la figura indispensable de Merlín... Especialistas celtófilos como Jean Markale[2], por supuesto, consideran que éste es el sustrato principal sobre el que se forjará la literatura artúrica posterior, interpretando siempre ésta como trasposiciones más o menos claras de subterráneos mitos célticos.

En cualquier caso, la creación literaria que otorgaría carta de naturaleza al mito artúrico fue la Historia de los reyes de Britania, escrita por el clérigo galés Geoffrey de Monmouth hacia 1136. Bajo la apariencia de una crónica histórica «seria», Geoffrey relata en su obra la historia de los britanos desde su primer rey (nada menos que Bruto, bisnieto de Eneas, que otorgaba pues la pátina clásica a la genealogía británica) hasta los tiempos de decadencia en manos de los sajones. El espacio dedicado al rey Arturo es sólo un tercio del libro, pero sin duda es el más conocido, no en vano convierte a ese personaje de vaga urdimbre histórico-mitológica en un soberano de refulgente esplendor, dominador no sólo de Britania sino de la Galia y de Europa septentrional. En la obra de Geoffrey ya se encuentra bien delimitado el mito: el mago Merlín; la concepción de Arturo gracias a un hechizo de aquél que otorga a su padre, Úter, una falsa apariencia para engañar a Igerna, esposa del duque de Cornualles; la reina Ginebra; la traición de su sobrino Mordred (reconvertido después en su propio hijo ilegítimo); la batalla final donde perece la mayor parte de la caballería artúrica, y la misteriosa marcha final del malherido rey a la isla de Avalón, clave de la llamada «esperanza bretona» que sustenta parte del atractivo de la leyenda: el rey Arturo volverá desde ese más allá mágico cuando Inglaterra lo necesite; incluso cuando años después, los monjes de la abadía de Glastonbury, por razones de prestigio, elaboraron un montaje en torno al supuesto hallazgo de las tumbas de Arturo y su esposa, en la lápida de éste hicieron grabar la expresión «Hic iacet Arthurus, rex quondam rexque futurus» («Aquí yace Arturo; fue rey otrora y lo será en el futuro»)[3].

Pese a que la historia artúrica está ubicada en tierras inglesas, habla de glorias inglesas y los primeros forjadores del mito radicaron en Inglaterra, sin embargo su elaboración literaria posterior, la que realmente acabaría por sellar los elementos fundamentales de la leyenda y la situaría en la primera fila del éxito, tuvo lugar en Francia, donde recibiría el nombre de la materia de Bretaña.

El primer eslabón le corresponde a Robert Wace, traductor en 1155 de la Historia de Geoffrey desde el latín al francés, desde la prosa al verso (bajo la forma de octosílabos pareados), con el título de Roman de Brut. Esta translatio desde un idioma ya no comprensible para las élites no eclesiásticas obró la fortuna de la historia: prueba de ello es que su retorno a la isla de origen, en inglés, se  hiciera a partir de una traducción de la traducción de Wace, a principios del siglo XIII. Wace, de acuerdo con el principio medieval de que las historias y leyendas podían ser libremente reelaboradas, no se limita a una mera traducción, sino que amplifica el original e introduce nuevos elementos. Uno de ellos sería esencial para el mito: la creación de la Tabla Redonda.

La obra de Wace fue acogida de muy buen grado en la corte de Enrique II y Leonor de  Aquitania: los Plantagenet patrocinarían la difusión del mito artúrico, no en vano la imagen de ese Arturo que había dominado la Galia servía como inmejorable propaganda para unos soberanos que tenían extensas posesiones en el continente (Aquitania, Normandía) y que mantenían una ambigua relación feudal con los reyes de Francia, quienes a su vez basaban gran parte de su prestigio en su descendencia de otro soberano de leyenda, Carlomagno.

Un par de décadas después, un escritor cortesano, Chrétien de Troyes, crea la imagen definitiva del mundo artúrico, configurando un ambicioso proyecto imaginario destinado a la élite cortesana que encargaba y leía sus obras. En títulos como El Caballero del León o El Caballero de la Carreta, Chrétien expone una estructura narrativa que hará fortuna: el rey Arturo deja de ser el gran monarca guerrero de las obras en latín para convertirse en el gran señor fainéant cuyos caballeros parten para resolver las aventuras que se plantean ante la Corte. En su última obra, que quedó inacabada por su muerte, El cuento del Grial, Chrétien creó uno de los emblemas imperecederos de la leyenda: el Grial, un recipiente todavía indeterminado que se le aparece al protagonista de la novela, el joven Perceval, en el castillo de un monarca tullido, el Rey Pescador, formando parte de un misterioso cortejo integrado también por una lanza que sangra. El misterio no será resuelto en ese momento por Perceval (deja pasar el cortejo sin preguntar su significado: al contrario que en los recursos típicos del género, el fracaso va a residir no en la derrota de una acción sino en la propia inacción, en el hecho de no haber formulado la pregunta).



Del éxito de su roman inacabado da fe el hecho de que en las décadas siguientes fuera objeto de hasta cuatro continuaciones, en el curso de alguna de las cuales el objeto empieza a evolucionar a lo que luego será. Otros autores escriben su propia versión del tema, alcanzando especial calidad el Perlesvaus o el Alto Libro del Grial, novela anónima en francés, y sobre todo el Parzival del alemán Wolfram von Eschenbach, obra sobre la cual el músico Wagner compondría su Parsifal.

Los continuadores franceses de Chrétien convertirán el Grial en el centro de la leyenda artúrica. El caballero Robert de Boron, en las décadas iniciales del siglo XIII, es el primero en acercarse a ella con la pretensión de dedicar un ciclo compuesto por varias obras, a lo largo de las cuales la historia de Arturo y sus caballeros pasa a convertirse en una parábola de la historia de la Salvación al girar toda ella en torno al Grial. Objeto que se define ya como el cáliz de la Última Cena donde fue recogida la sangre que Cristo derramó en la crucifixión (es decir, se convierte ya para siempre en el Santo Grial). La Tabla Redonda deja de ser una mera orden de caballería para constituirse en la prolongación en el tiempo de la mesa de la Última Cena. Uno de los elementos introducidos por el caballero Boron tendrá especial fortuna en la iconografía artúrica: se trata de la espada que aparece clavada en el yunque y que revelará la legitimidad del joven Arturo para ostentar la corona de Inglaterra.

Con Robert de Boron, por lo tanto, el mito artúrico se reviste de fuertes connotaciones cristianas, que cristalizarán definitivamente con el siguiente eslabón de la cadena: la llamada Vulgata, el magno ciclo, ya en prosa, que contiene todo el desarrollo de la historia de Arturo y sus caballeros desde la misma Pasión de Cristo y la historia del Santo Grial hasta la batalla final en que perece la caballería artúrica. La Vulgata está compuesta por cinco obras que culminan el proyecto de ciclo (sólo esbozado) por Robert de Boron, elaboradas entre 1215 y 1230. El núcleo más importante y de mayor éxito (del que da fe el gran número de manuscritos conservados) es el llamado Lanzarote en prosa, compuesto por tres obras: el Lanzarote propiamente dicho, La búsqueda del Santo Grial y La muerte del rey Arturo. La Vulgata es una obra anónima, pero los estudiosos consideran que, con llevar la mano de escritores distintos, sin duda se observa que existió una coordinación entre todos ellos, lo que el experto Jean Frappier denomina una «arquitectura común»[4].


El éxito de la Vulgata no detendría el flujo de re-elaboraciones; de hecho, apenas una veintena de años después, un autor desconocido que por razones de prestigio usurpa el nombre de Robert de Boron recompone el ciclo del Grial (los expertos le han dado el nombre de Post-Vulgata), si bien de su empeño apenas ha sobrevivido una de sus partes, centrada en el mago Merlín.

Una obra culminaría toda la literatura artúrica y en cierto modo le pondría fin: La Morte Darthur (La muerte de Arturo), escrita por Thomas Malory, caballero inglés de muy agitada vida (murió en la cárcel), publicada en 1485, ya en pleno crepúsculo de la Edad Media. Despojada del misticismo cristiano que había alcanzado la Vulgata, dueña de un sentido áspero del realismo y una notable cualidad trágica, La muerte de Arturo sintetiza la historia del rey Arturo, a partir en casi todo momento de las obras anteriores (si bien prescinde de la introducción sobre el Grial), desde el instante en que Úter Pendragón lo engendra gracias a las artes de Merlín hasta la batalla final en el llano de Salesbières, incluyendo a modo de summa la práctica totalidad de personajes e incidencias que habían ido uniéndose a la leyenda: los amores de Lanzarote y Ginebra; la búsqueda del Grial culminada por Galaad (el caballero puro, hijo de Lanzarote); los amores de Tristán e Isolda; la traición de Mordred, etc. Del mismo modo que Don Quijote puso fin a la moda de los libros de caballerías en España, el éxito de la obra de Malory puso fin al ciclo artúrico medieval. Llegaban nuevos tiempos y las historias artúricas poco a poco irían cayendo en el olvido: desde 1634 no habría ediciones de La muerte de Arturo. Sería ya en el siglo XIX, en pleno apogeo del Romanticismo, cuando los nobles caballeros de la Tabla Redonda serían recuperados del olvido en que durante varios siglos, como Merlín en su prisión de cristal, habían permanecido.






[1] Torres Asensio, G.: Los orígenes de la literatura artúrica. Edicions de la Universitat de Barcelona, 2003 (pg. 76-77).



[2] En español, José J. de Olañeta ha publicado algunos de sus ensayos artúricos, en los cuales expone sobradamente sus tesis; por ejemplo, en Lanzarote y la caballería artúrica. José J. de Olañeta, 2001.



[3] Trad. de L.A. de Cuenca y C. Alvar en: Chrétien de Troyes: El caballero de la carreta. Alianza, 1998. (prólogo).



[4] Aragón, Mª. A.: Literatura del Grial. Síntesis, 2003

2 comentarios:

  1. Muchas gracias a José Miguel García de Fórmica-Corsi, por aportar este texto a nuestro BLOG. Esperemos que sus desvelos den fruto muy pronto, y nos obsequie con un texto que pueda servirnos de base para las actividades de la Unidad sobre "Héroes".

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  2. Estoy buscando textos para trabajar las líneas centrales de la leyenda artúrica (en español, Paco Gaviero lo ha hecho en inglés), pero por la longitud de la leyenda y la dispersión de fuentes, me parece casi mejor partir de una película que la resume y concentra de modo magnífico, respetando casi todos los elementos que la componen. Se trata de “Excalibur” (1981). Para saber de dónde partimos, recomiendo verla (o volverla a ver) de antemano. De todos modos, en el fichero adjunto un resumen extenso de su argumento y la ficha de la película. Por supuesto, nada puede reemplazar su visionado: es una película estupenda, como sin duda muchos ya sabéis.

    José Miguel García de Fórmica-Corsi


    Con este punto de partida, es más fácil encontrar los textos y los actividades que compondrán la unidad didáctica.



    Un abrazo a todos.

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