viernes, 30 de noviembre de 2012

DOS TEXTOS DE GADAMER SOBRE LOS MITOS. (Hans-Georg Gadamer)

Juan Juan Jesús Ojeda Abolafia, profesor de Filosofía del IES Santa Bárbara de Málaga nos invita a reflecionar sobre dos textos del filósofo alemán Hans-Georg Gadamer sobre los mitos.
 

MITO Y RAZÓN.
(Hans-Georg Gadamer, 1954)   

   El pensamiento moderno tiene un doble origen. Por su rasgo esencial es Ilustración, pues comienza con el ánimo de pensar por uno mismo que hoy impulsa a la ciencia; tanto la expansión ilimitada de las ciencias experimentales como el conjunto de las transformaciones de la vida humana en la época de la técnica, que parten de esas ciencias, atestiguan y confirman este ánimo. Al mismo tiempo, todavía hoy vivimos de algo cuyo origen es distinto. Es la filosofía del idealismo alemán, la poesía romántica y el descubrimiento del mundo histórico que acaeció en el Romanticismo; todos ellos se han mostrado, dentro del impulso ilustrado de la modernidad, como un movimiento contrario vigente hasta hoy. Es verdad que, considerando el conjunto del mundo civilizado, ante todo habrá que darle la razón a Ernst Troeltsch, quien una vez dijo que el idealismo alemán sería sólo un episodio. Todo el mundo anglosajón, pero igualmente el Este dominado por la doctrina comunista, están impregnados por el ideal de la Ilustración, por la fe en el progreso de la cultura bajo el dominio de la razón humana. Al lado, hay otra zona del mundo que está tan penetrada por la inmutabilidad de la medida y el orden natural que el pensamiento moderno no puede hacer tambalear esta convicción. Es el mundo latino que, formado por el catolicismo, sigue siendo un abogado perseverante del pensamiento iusnaturalista. Pero en Alemania, y desde ella, la Ilustración moderna se ha combinado con rasgos románticos y ha dado lugar a un resistente haz de influencias, cuyos polos extremos son la Ilustración radical y la crítica romántica de la Ilustración.
   Uno de los temas en que especialmente se expresa esta bipolaridad del pensamiento moderno es la relación entre mito y razón. Pues es de suyo un tema ilustrado, una formulación de la clásica crítica que el racionalismo moderno hizo a la tradición religiosa del cristianismo. El mito está concebido en este contexto como el concepto opuesto a la explicación racional del mundo. La imagen científica del mundo se comprende a sí misma como la disolución de la imagen mítica del mundo. Ahora bien, para el pensamiento científico es mitológico todo lo que no se puede verificar mediante experiencia metódica. De manera que la progresiva racionalización también deja a toda religión a merced de la crítica. Max Weber vio justamente en el desencantamiento del mundo la ley del desarrollo de la historia que conduce necesariamente del mito al logos, a la imagen racional del mundo. Pero la validez de este esquema es cuestionable. Es verdad que en cualquier desarrollo cultural se puede reconocer ese impulso hacia la intelectualización, es decir, una tendencia ilustrada. Pero nunca antes de esta última Ilustración, la Ilustración moderna europea y cristiana, el conjunto de la tradición religiosa y moral sucumbió a la crítica de la razón, de modo que el esquema del desencantamiento del mundo no es una ley general de desarrollo, sino que él mismo es un hecho histórico. Es el resultado de lo que enuncia: sólo la secularización del cristianismo ha hecho madurar esta racionalización del mundo; y hoy comprendemos por qué.
   Pues el cristianismo ha sido quien primeramente ha hecho, en la proclamación del Nuevo Testamento, una crítica radical del mito. Todo el mundo de los dioses paganos, no sólo el de este o aquel pueblo, es desenmascarado, teniendo presente el Dios del más allá de la religión judeocristiana, como un mundo de demonios, es decir, de falsos dioses y seres diabólicos, y ello porque todos son dioses mundanos, figuras del mundo mismo sentido como potencia superior. A la luz del mensaje cristiano, el mundo se entiende justamente como el falso ser del hombre que necesita la salvación. Siendo así, desde el punto de vista del cristianismo, a través de la explicación racional del mundo se cierne sobre la ciencia la amenaza de una sublevación contra Dios, en cuanto que el hombre tiene la arrogancia de ser, por sus propias fuerzas y gracias a la ciencia, dueño de la verdad. Pero el cristianismo ha preparado el terreno a la moderna Ilustración y ha hecho posible su inaudita radicalidad, que ni siquiera hubo de detenerse ante el propio cristianismo por haber realizado la radical destrucción de lo mítico, es decir, de la visión del mundo dominada por los dioses mundanos.
   Pero la relación entre mito y razón es tanto más un problema romántico. Los acentos son completamente distintos si por “romanticismo” entendemos todo el pensamiento que cuenta con la posibilidad de que el verdadero orden de las cosas no es hoy o será alguna vez) sino que ha sido en otro tiempo y que, de la misma manera, el conocimiento de hoy o de mañana no alcanza las verdades que en otro tiempo fueron sabidas. El mito se convierte en portador de una verdad propia, inalcanzable para la explicación racional del mundo. En vez de ser ridiculizado como mentira de curas o como cuento de viejas, el mito tiene, en relación con la verdad, el valor de ser la voz de un tiempo originario más sabio. En efecto, el Romanticismo ha sido el que, con esta revalorización del mito, ha abierto todo un amplio campo de nuevas investigaciones. Se investigan los mitos y los cuentos por su significado, es decir, por la sabiduría  de los mitos y de los cuentos. Pero la razón reconoce también de otro modo los límites de la realidad dominada por ella, por ejemplo el mecanismo de la sociedad, usando imágenes orgánicas para la vida social o concibiendo la “oscura” Edad Media desde el esplendor de su cristiandad o buscando una nueva mitología que sería auténtica religión del pueblo, la misma situación en que antes estuvieron los pueblos de la Antigüedad pagana. Nietzsche sólo dio un pequeño paso hacia adelante cuando, en la “Segunda consideración intempestiva”, vio en el mito la condición vital de cualquier cultura. Una cultura sólo podía florecer en un horizonte rodeado de mito. La enfermedad del presente, la enfermedad histórica, consistiría justamente en destruir este horizonte cerrado por un exceso de historia, esto es, por haberse acostumbrado el pensamiento a tablas de valor siempre cambiantes. Y, nuevamente, sólo es un pequeño paso el que conduce desde esta valoración del mito hasta la acuñación de un concepto político del mito, que resuena en el nouveau christianisme de Saint-Simon y que expresamente fue desarrollado por Sorel y sus seguidores. La dignidad de una vieja verdad es atribuida a la meta política de un orden futuro que debe ser creído por todos, como en otro tiempo el mundo comprendido míticamente.
   Habrá que aclarar la conexión de estos dos aspectos del problema para extraer de ello un conocimiento histórico. La aclaración debe ser precedida por un análisis de los conceptos “mito” y “razón” que, como cualquier verdadero análisis conceptual, es una historia de conceptos (Begriffen) y un hacerse cargo de (Begreifen) la historia.
   I. En primer lugar, “mito” designa otra cosa que una especie de acta notarial. El mito es lo dicho, la leyenda, pero de modo que lo dicho en esa leyenda no admite ninguna otra posibilidad de ser experimentado que justo la del recibir lo dicho. La palabra griega, que los latinos tradujeron por “fábula”, entra entonces en una oposición conceptual con el logos que piensa la esencia de las cosas y de ese pensar obtiene un saber de las cosas constatable en todo momento.
   Pero a partir de este concepto formal de mito se sigue otro de contenido. Pues de ningún acontecimiento único, del que sólo pueda saberse gracias testigos oculares y a la tradición que se basa en éstos, puede levantarse acta notarial por medio de la razón pensante, ni puede ser puesto a disposición por medio de la ciencia. Lo que de tal suerte vive en la leyenda es, ante todo, el tiempo originario en que los dioses debieron haber tenido un trato aún más manifiesto con los hombres. Los mitos son sobre todo historias de dioses y de su acción sobre los hombres. Pero “mito” significa también la historia misma de los dioses, tal y como, por ejemplo, es narrada por Hesíodo en su Teogonía. Ahora bien, en cuanto que la religión griega tiene su esencia en el culto público y la tradición mítica no pretende otra cosa que la interpretación de esta estable y permanente tradición cultual, el mito está expuesto constantemente a la crítica y a la transformación. La religión griega no es la religión de la doctrina correcta. No tiene ningún libro sagrado cuya adecuada interpretación fuese el saber de los sacerdotes, y justo por esto lo que hace la Ilustración griega, a saber, la critica del mito, no es ninguna oposición real a la tradición religiosa. Sólo así se comprende que en la gran filosofía ática y, sobre todo, en Platón pudiesen entremezclarse la filosofía y la tradición religiosa. Los mitos filosóficos de Platón testimonian hasta qué punto la vieja verdad y la nueva comprensión son una.
   Por contra, la crítica del mito hecha a través del cristianismo en el pensamiento
moderno llevó a considerar la imagen mítica del mundo como concepto contrario a la imagen científica del mundo. En cuanto que la imagen científica del mundo se caracteriza por hacer del mundo algo calculable y dominable mediante el saber, cualquier reconocimiento de poderes indisponibles e indomeñables que limitan y dominan nuestra conciencia es considerado, en esas circunstancias, como mitología. Pero esto significa que cualquier experiencia que no sea verificada por la ciencia se ve arrinconada en el ámbito no vinculante de la fantasía, de modo que tanto la fantasía creadora de mitos como la facultad del juicio estético ya no pueden erigir una pretensión de verdad.
   II. El concepto de “razón” es, si tenemos en cuenta la palabra, un concepto moderno. Refiere tanto a una facultad del hombre como a una disposición de las cosas. Pero precisamente esta correspondencia interna de la conciencia pensante con el orden racional del ente es la que había sido pensada en la idea originaria, del logos que está a la base del conjunto de la filosofía occidental. Los griegos llamaron nous a la sabiduría suprema en que lo verdadero está patente, es decir, en que se hace patente en el pensamiento humano la disposición del ser con arreglo al logos. A este concepto del nous corresponde en el pensamiento moderno el de la razón. Ella es la facultad de las ideas (Kant). Su exigencia principal es la exigencia de unidad en que se coordina lo disparejo de la experiencia. La mera multiplicidad del “esto y esto” no satisface a la razón. Ésta quiere examinar qué produce la multiplicidad, donde la haya, y cómo se forma. De ahí que la serie de los números sea el modelo del ser racional, del ens rationis. En la lógica tradicional la razón es la facultad de deducir, es decir, la capacidad de adquirir conocimientos a partir de conceptos puros sin el auxilio de experiencia nueva. El rasgo esencial común que se perfila en todas estas definiciones conceptuales de “razón” es que hay razón allí donde el pensamiento está cabe sí mismo, en el uso matemático y lógico y también en la agrupación de lo diverso bajo la unidad de un principio. En la esencia de la razón radica, por consiguiente, el ser absoluta posesión de sí misma, no aceptar ningún límite impuesto por lo extraño o lo accidental de los meros hechos. Así, la ciencia matemática de la naturaleza es razón en tanto en cuanto presenta inteligiblemente el acontecer natural por medio del cálculo, y el extremo perfeccionamiento de la razón que es por sí misma consistiría en que el curso de la historia humana nunca experimentara como límite propio el factum brutum del azar y de la arbitrariedad, sino que (con Hegel) llegara a hacer visible e inteligible la razón en la
historia.
   La imposibilidad de cumplir esta exigencia, la de reconocer todo lo real como racional, significa el fin de la metafísica occidental y conduce a una devaluación de la razón misma. Ésta ya no es la facultad de la unidad absoluta, ya no es la facultad que entiende de los fines últimos incondicionados, sino que “racional” significa más bien el hallazgo de los medios adecuados a fines dados, sin que la racionalidad misma de estos fines esté comprobada. Por consiguiente, la racionalidad del aparato civilizador moderno es, en su núcleo central, una sinrazón racional, una especie de sublevación de los medios contra los fines dominantes; dicho brevemente, una liberación de lo que en cualquier ámbito vital llamamos “técnica”.
   El mito y la razón tienen, como muestra este esbozo, una historia común que discurre según las mismas leyes. No es que la razón haya desencantado al mito y que a continuación haya ocupado su lugar. La razón que relega al mito al ámbito no vinculante de la imaginación lúdica se ve expulsada demasiado pronto de su posición de mando. La Ilustración radical del siglo XVIII resulta ser un episodio. Así pues, en tanto que el movimiento de la Ilustración se expresa a sí mismo en el esquema “del mito al logos”, también este esquema está menesteroso de una revisión. El paso del mito al logos, el desencantamiento de la realidad, sería la dirección única de la historia sólo si la razón desencantada fuese dueña de sí misma y se realizara en una absoluta posesión de sí. Pero lo que vemos es la dependencia efectiva de la razón del poder económico, social, estatal. La idea de una razón absoluta es una ilusión. La razón sólo es en cuanto que es real e histórica. A nuestro pensamiento le cuesta reconocer esto. Tan grande es el dominio que la metafísica antigua ejerce sobre la comprensión que de sí misma tiene la existencia, que se sabe finita e histórica, del hombre. Del trabajo filosófico de Martin Heidegger hemos aprendido cómo los griegos, pensando el ser verdadero en la presencia y en la comunidad del logos, fundaron y decidieron la experiencia del ser de Occidente. Ser significa ser siempre. Lo que la razón conoce como verdadero, debe ser siempre verdadero. Así que la razón debe poder ser siempre la que conozca lo verdadero. Pero, en verdad, la razón no está presente ni disponible cada vez que quiere ser consciente de sí misma, es decir, cada vez que quiere ser consciente de la racionalidad de algo. Se experimenta en algo sin ser dueña previamente de lo que en ello hay de racional. Su autoposibilitación está siempre referida a algo que no le pertenece a ella misma, sino que le acaece y, en esa medida, ella es sólo respuesta, como aquellas otras fueron respuestas míticas. También ella es siempre interpretación de una fe, no necesariamente de la fe de una tradición religiosa o de la de un tesoro de mitos extraído de la tradición poética. Todo el saber que la vida histórica tiene de sí misma surge de la vida que tiene fe en sí misma, cuya realización es ese saber.
   Con todo esto, la conciencia romántica, que critica las ilusiones de la razón ilustrada, adquiere positivamente un nuevo derecho. Unido a aquel impulso ilustrado hay también un movimiento contrario de la vida que tiene fe en sí misma, un movimiento de protección y conservación del encanto mítico en la misma conciencia; hay, sin duda, el reconocimiento de su verdad.
   Naturalmente, hay que reconocer la verdad de los modos de conocimiento que se encuentran fuera de la ciencia para percibir en el mito una verdad propia. Aquéllos no deben quedar relegados al ámbito no vinculante de las meras configuraciones de la fantasía. Que a la experiencia que el arte hace del mundo le corresponde un carácter vinculante y que este carácter vinculante de la verdad artística se asemeja al de la experiencia mítica, se muestra en su comunidad estructural. En su Filosofía de las formas simbólicas, dentro de la filosofía criticista, Ernst Cassirer ha abierto un camino al reconocimiento de estas formas extracientíficas de la verdad. El mundo de los dioses míticos, en cuanto que éstos son manifestaciones mundanas, representa los grandes poderes espirituales y morales de la vida. Sólo hay que leer a Homero para reconocer la subyugante racionalidad con que la mitología griega interpreta la existencia humana. El corazón subyugado expresa su experiencia: la potencia superior de un dios en acción. Pero, ¿qué otra cosa podría ser la poesía sino esa representación de un mundo en que se anuncia algo verdadero, pero no mundano? Incluso allí donde las tradiciones religiosas ya no son vinculantes, la experiencia poética ve el mundo míticamente. Esto quiere decir que lo verdadera y subyugantemente real se representa como viviente y en acción. Piénsese en las poesías-cosa de Rilke. La glorificación de las cosas no es sino el desarrollo de su superior sentido de ser con que subyugan y hacen tambalearse a una conciencia que se imagina estar en una absoluta posesión de sí misma. ¿Y qué otra cosa puede ser acaso la figura del ángel en Rilke sino la visibilidad de eso invisible que tiene su lugar en el propio corazón, en “lo que golpea fuerte”, qué sino la incondicionalidad del sentimiento puro, en que eso invisible se ofrece? El mundo verdadero de la tradición religiosa es del mismo tipo que el de estas configuraciones poéticas de la razón. Su carácter vinculante es el mismo. Pues ninguna de ellas es una imagen arbitraria de nuestra imaginación al estilo de las imágenes fantásticas o los sueños que se elevan y se disipan. Son respuestas consumadas en las cuales la existencia humana se comprende a sí misma sin cesar. Lo racional de tales experiencias es justamente que en ellas se logra una comprensión de sí mismo. Y se pregunta si la razón no es mucho más racional cuando logra esa autocomprensión en algo que excede a la misma razón.




MITO Y LOGOS

(Hans-Georg Gadamer, 1981)


1. El problema del mito en la situación del pensamiento ilustrado

   Las palabras narran nuestra historia. Que la palabra «mito» haya sobrepasado el lenguaje del erudito y que, desde hace cerca de dos siglos, tenga su propia resonancia, preferentemente positiva, es un hecho que verdaderamente invita a la reflexión. En la época de la ciencia en que vivimos el mito y lo mítico no tienen ningún derecho legítimo y, sin embargo, justamente en esta época de la ciencia se infiltra la palabra griega; elegida para expresar un más allá del saber y de la ciencia en la vida del lenguaje y de las lenguas.
   La relación entre mito y ciencia es sencillamente connatural a la palabra «mito»; y, no obstante, apenas puede uno pensar una relación tan tensa como ésta ni ninguna otra que tenga que contar una historia tan significativa. Que «ciencia» sea la designación bajo la cual el Occidente grecocristiano se ha convertido en la civilización mundial imperante hoy implica que la misma «ciencia» ha recorrido una historia y que sólo en el curso de esta historia ha llegado a ser «la ciencia». Toda pretensión de verdad se libra bajo su autoridad y anonimato. De modo que también la relación entre el mito y la ciencia tiene, desde los comienzos griegos de nuestra cultura científica, una elocuente historia que alberga muchas cosas en su seno.
   Si echamos una ojeada a la formación de la civilización occidental, el impulso ilustrado parece haber tenido en la historia tres grandes oleadas: la oleada ilustrada que culminó en la sofística radical ateniense del tardío siglo v antes de Cristo, la oleada ilustrada del siglo XVIII que tuvo su punto culminante en el racionalismo de la Revolución Francesa y, así se debería quizá decir, el movimiento ilustrado de nuestro siglo que ha alcanzado su cumbre provisional en la «religión del ateísmo» y su fundación institucional en los modernos ordenamiento s estatales ateos. El problema del mito está estrechamente relacionado con estas tres etapas del pensamiento ilustrado. Hemos de considerar que es un desafío especial el hecho de que precisamente la última y más radical oleada de Ilustración haya conducido a modos y estrategias de formación de convicciones humanas que son implantadas artificialmente, es decir, que sirven a los fines del Estado y a los fines de la dominación y a las cuales se les ha conferido, por así decir, sin motivo la dignidad de la validez mítica, y esto quiere decir la dignidad de una validez que no necesita ulteriores comprobaciones. A tal efecto, tanto más importante es preguntar sobre qué fundamenta la tradición mítica su pretensión de verdad. ¿Hay algo así como un mito inauténtico y qué es un mito auténtico? ¿Qué significa “mito”?


2. Perfil conceptual del mythos en el pensamiento griego

   La palabra mythos es una palabra griega. En el antiguo uso lingüístico homérico no quiere decir otra cosa que “discurso”, “proclamación”, “notificación”, “dar a conocer una noticia”. En el uso lingüístico nada indica que ese discurso llamado mythos fuese acaso particularmente poco fiable o que fuese mentira o pura invención, pero mucho menos que tuviese algo que ver con lo divino. Allí donde la mitología -en el significado tardío de la palabra- se convierte en un tema expreso, en la Teogonía de Hesíodo, el poeta es elegido por las musas para realizar su obra, y éstas son plenamente conscientes de la ambigüedad de sus dones: “Sabemos contar muchas falsedades que se parecen a lo verdadero ... , pero también lo verdadero” (Theog., 26). No obstante, la palabra “mito” no se encuentra en absoluto en este contexto. Sólo siglos después, en el curso de la Ilustración griega, el vocabulario épico de mythos y mythein cae en desuso y es suplantado por el campo semántico de logos y legein. Pero justamente con ello se establece el perfil que acuña el concepto de mito y el mythos como un tipo particular de discurso frente al logos, frente al discurso explicativo y demostrativo. La palabra designa en tales circunstancias todo aquello que sólo puede ser narrado, las historias de los dioses y de los hijos de los dioses.
   También la palabra logos narra nuestra historia desde Parménides y Heráclito. El significado originario de la palabra, “reunir”, “contar”, remite al ámbito racional de los números y de las relaciones entre números en que el concepto de logos se constituyó por primera vez. Se encuentra en la matemática y en la teoría de la música de la ciencia pitagórica. Desde este ámbito se generaliza la palabra logos como concepto contrario a mythos. En oposición a aquello que refiere una noticia de la que sólo sabemos gracias a una simple narración, “ciencia” es el saber que descansa en la fundamentación y en la prueba.
   Con la creciente conciencia lingüística que en el tardío siglo v acompaña al nuevo ideal educativo retórico-dialéctico mythos viene a ser casi exclusivamente un concepto retórico para designar en general los modos de exposición narrativa. Naturalmente, narrar no es “probar”; la narración sólo se propone convencer y ser creíble. Los maestros de retórica se comprometían a exponer sus materias en la forma de un mito o en la forma del logos según los deseos de cada cual (el Protágoras de Platón). Tras esa arbitrariedad virtuosa se distingue la nueva oposición entre la historia bien hallada o inventada y la verdad enumerable, mostrable, demostrable, El mito se convierte en “fábula” en tanto que su verdad no sea alcanzada mediante un logos.
   Así le pareció quizá a Aristóteles. El mythos se encuentra para él en una oposición natural a lo que es verdadero. No obstante, también conoce el uso retórico-poético de la palabra. Ante sus ojos Heródoto aparece como el narrador de historias (mythologicos) y en su teoría de la tragedia designa con la palabra mythos el contenido narrable de la acción. En este contexto tampoco puede hablarse de la oposición extrema entre mito y logos con que estamos familiarizados. Las historias inventadas poseen asimismo verdad. Sin duda, la formulación de Aristóteles sigue siendo admisible: las historias inventadas poseen más verdad que la noticia que informa de acontecimientos reales que transmiten los historiadores. Esto es completamente evidente desde el punto de vista del concepto de saber de la Antigüedad, de acuerdo con el cual “ciencia” (episteme) refiere a la pura racionalidad y en absoluto a la experiencia. Lo que narran o inventan los poetas, comparado con el informe histórico, tiene algo de la verdad de lo universal. Con ello, en modo alguno se restringe la primacía del pensamiento racional frente a la verdad mítico-poética. Sólo deberíamos ser precavidos y llamar a los mitos, en el sentido mencionado, “historias inventadas”. Son historias “halladas”, o mejor: dentro de lo conocido desde hace largo tiempo, desde antiguo, halla el poeta algo nuevo que renueva lo viejo. En cualquier caso, el mito es lo conocido, la noticia que se esparce sin que sea necesario ni determinar su origen ni confirmarla.
   En el pensamiento griego encontramos, pues, la relación entre mito y logos no sólo en los extremos de la oposición ilustrada, sino precisamente también en el reconocimiento de un emparejamiento y de una correspondencia, la que existe entre el pensamiento que tiene que rendir cuentas y la leyenda transmitida sin discusión. En especial, esto se muestra en el giro peculiar con que Platón supo unir la herencia racional de su maestro Sócrates con la tradición mítica de la religión popular. Rechazando la pretensión de verdad de los poetas, admitió sin embargo simultáneamente, bajo techo de su inteligencia racional y conceptual, la forma narrativa del acontecer que es propia del mito. La argumentación racional se extendió, por decirlo así, pasando por encima de los límites de sus propias posibilidades demostrativas, hasta el ámbito a que sólo son capaces de llegar las narraciones. Así, en los diálogos platónicos el mito se coloca junto al logos y muchas veces es su culminación. Los mitos de Platón son narraciones que, a pesar de no aspirar a la verdad completa, representan una especie de regateo con la verdad y amplían los pensamientos que buscan la verdad hasta la, allendidad. Puede ser sorprendente para el lector de hoy cómo se entremezcla aquí la tradición arcaica con la refinada agudeza de la reflexión conceptual y cómo se organiza ante nosotros una configuración hecha de humor y seriedad que se extiende, no sólo sin ruptura sino incluso con una especie de pretensión religiosa, sobre la totalidad del pensamiento que busca la verdad.
   Para el lector griego esto no fue seguramente tan raro y asombroso como le puede parecer al pensamiento moderno que ha pasado por el cristianismo. El conjunto de la tradición religiosa de los griegos se realizó encadenando sin interrupción esos intentos de hacer concordar el propio potencial de experiencia y la propia inteligencia reflexiva con las noticias que pervivían en el culto y en la leyenda. La tarea del rapsoda épico, como la del poeta trágico e incluso como la del autor de comedias, era manifiestamente la de configurar constantemente esta mezcolanza de tradición religiosa y pensamiento propio. Incluso Aristóteles ve en la tradición “mítica” de los dioses una especie de noticia de conocimientos olvidados en los que reconoce su metafísica del Primer Motor (Met. L8, l074b). Así que hay que preguntarse qué es realmente lo que hace que la tradición mítica sea susceptible de esa racionalización y, al contrario, por qué bajo el signo de las religiones reveladas la relación entre fe y saber adquiere rasgos antagónicos. Hay que plantear la pregunta en general y desplegarla en ambas direcciones. Pues aunque el camino de la racionalización de la imagen mítica del mundo sólo ha sido recorrido en una dirección, la que va de los griegos a la ciencia -a la que se le dio el nombre de “filosofía”-, la tradición mítica entraña en sí misma un momento de apropiación pensante y se realiza por doquier volviendo a decir interpretativamente lo dicho en la leyenda.

 
                                                                                         

lunes, 26 de noviembre de 2012

Instrucciones para escribir un microrrelato después de leer cualquier mito. Por Antonio Báez.


·        Escribe una historia en pocas palabras o líneas (200 o 300 palabras aproximadamente; 15 o 20 líneas) que recoja algún detalle del mito que acabas de conocer: algo relacionado con una mujer muy hermosa si se trataba de algún episodio en el que aparecía Venus o Helena de Troya; si era sobre el Minotauro y Teseo, puede aparecer un laberinto: un laberinto moderno, por ejemplo un centro comercial, un parque infantil; si has leído sobre Edipo: una pelea en un cruce de caminos con desenlace fatal, un personaje ciego, un acertijo, etc… No intentes recoger todos los elementos del mito original, con uno es suficiente. Y déjate llevar, incorpora elementos nuevos, lo que se te ocurra, todas las mujeres hermosas son Helena de Troya e hijas de Venus, todos los laberintos tienen dentro un monstruo que a veces hay que liberar, al contrario de lo que hizo Teseo, y en todos los cruces de caminos puede que nos estemos cruzando con nuestro padre.

·        Si pasa el tiempo y no se te ocurre nada sobre lo dicho más arriba, escribe sobre cualquier otra cosa. Si no se te ocurre nada sobre cualquier otra cosa, escribe sobre nada, y si sobre nada, tampoco, no escribas nada. En realidad, ese es el principio.
 

 ·        El microrrelato que viene a continuación tiene poco menos de 600 palabras y ha aparecido en Mar de pirañas. Nuevas voces del microrrelato español. (Menoscuarto, 2012)
 

"Dédalo".

“Tengo tres hijos. El mayor tiene 6 años y el más pequeño un par de meses. Me tocó acompañar al de enmedio a una fiesta de cumpleaños de un amigo de su clase, 4 añitos. El lugar era un local grande, acondicionado como parque, con varios niveles y recovecos, toboganes, camas elásticas y piscinas de bolas. Algo así como Safari Park o Adventure o Los Piratas o Magic. Supongo que ya sabéis. Los niños se descalzan, salen corriendo como ratones en el interior de una jaula, hay un montón de sandwiches que apenas mordisquean y los papás intentan encontrar un hilo de conversación que no aparece por ninguna parte. Nada más penetrar en el recinto me di cuenta de que algo estaba sucediendo. Tengo una especie de alarma perceptiva que me avisa, un radar para encontrar a seres extraordinarios. A ver si me explico. Cuando era pequeño rompía las gafas con frecuencia. Era un serio problema, no sólo porque estaba bastante cegato, sino porque al llegar a casa ya podía estar seguro de que me iba a caer una buena bronca o un tortazo. Por ese motivo aprendí una destreza que ningún otro chico de mi calle necesitó. A ver sin ver, a caminar con seguridad entre nubarrones deformes, a mirar con una sonrisa caras sin rasgos, que para mí estaban tan lisas como un huevo. Pasaba semanas enteras con la montura de las gafas sin cristales y nadie se daba cuenta. Adquirí una sensibilidad exacerbada para interpretar los matices de las voces. Descubrí la entonación de las mentiras, por ejemplo. El caso es que sé cuál de las madres de las filas de mis hijos es ardiente y apasionada. Qué padre lleva una doble vida, compartiendo locuras con otros hombres. Quién ha metido la mano en la caja de su empresa. He descubierto que hay personas con capacidades extraordinarias como hacer que un jardín florezca en la mitad de tiempo, o ponerle el abrigo a los niños con tal encanto que si lo desearan los niños volarían por los aires. Volarían como pajarillos. Bien. No tengo demasiado tiempo para explicaciones. En aquel espacio había alguien que me transmitía una sensación de infinito ahogo, pero yo no daba con el lugar. Había cansancio también. Y tiempo. Una gran concentración de tiempo en su ser. Al principio pensé en alguno de los adultos que estaba acompañando a los críos. No me parecía propio de ninguno de los niños que había allí que albergase ese tipo de desasosiegos. Repasé a madres y padres y no hallé nada más que secretos y miserias rutinarias. Una preocupación especial en alguien por intentar recuperar una melodía asociada a momentos dulces y abstractos. Pero el foco de la angustia no estaba en ninguno de ellos. Era un afán por encontrar la salida de un laberinto, la necesidad de escapar de aquel lugar en el que todos se estaban divirtiendo, todos excepto esa persona. De repente llegó corriendo desde uno de los rincones un grupo de madres muy alarmadas. Traían en brazos a un pequeño lloroso, que se había extraviado y tenía síntomas de fatiga y desorientación. Me alegré amargamente, porque ya sabía yo que no había allí ningún adulto para hacerse cargo de él y que en un descuido volvería a perderse entre los otros niños, donde sólo le quedaría por delante la ciénaga del tiempo, el mismo tiempo sin hilos en el que nos hundíamos todos los padres con un vaso de refresco por delante”.

 
Antonio Báez Rodríguez

 

 

sábado, 24 de noviembre de 2012

LOS MITOS SIGUEN VIVOS. Carlos García Gual 24 NOV 2012


Los mitos siguen vivos

En la antigüedad se crearon relatos fabulosos que terminaron dando fondo a las diversas culturas.

El libro 'Imagen del mito' recupera en todo su esplendor el universo simbólico
recopilado por Joseph Campbell. Mitos que hoy subsisten transformados.



'Venus, Cupido y las pasiones del amor', pintura de Agnolo Bronzino. / National Gallery


            Es difícil dar una definición del Mito, como término unívoco y digno de letra mayúscula. Me parece que situar el “pensamiento mítico” como una forma simbólica singular y oponer el Mito a la Razón como incompatibles simplifica demasiado el enfoque. “No hay ninguna definición del mito. No hay ninguna forma platónica del mito que se ajuste a todos los casos reales”, escribió G. S. Kirk, helenista experto en el tema. Evitemos enredarnos en la retórica y la metafísica. Es más claro enfocar “lo mítico” como una vasta región de lo imaginario y tratar de “los mitos” como resonantes relatos que configuran lo que llamamos la mitología. Partamos de un trazo claro: los mitos no son dominio de ningún individuo, sino una herencia colectiva, narrativa y tradicional, que se transmite desde lejos (a veces unida a la religión, en los ritos o en la literatura).

Toda cultura alberga una tradición mítica. Según Georges Dumézil: “Un país sin leyendas se moriría de frío. Un pueblo sin mitos está muerto”. Desde siempre, “los mitos viven en el país de la memoria” (Marcel Detienne). Es decir, pertenecen a la memoria comunitaria y, como señaló el antropólogo Malinowski, ofrecen a la sociedad que los alberga, venera y difunde “una carta de fundación” utilitaria. Son, en sus orígenes, las fundamentales “historias de la tribu”; ofrecen a sus creyentes una interpretación del sentido del mundo.

Partiendo de esa consideración de la mitología, podemos proponer una definición sencilla y funcional. Con la venia del escéptico Kirk, tomemos, modestamente, esta: “Un mito es un relato memorable y tradicional que cuenta la actuación paradigmática de seres extraordinarios (dioses y héroes) en un tiempo prestigioso y lejano”. El insistir en lo narrativo y no en las vacilantes creencias que los individuos pueden tener al respecto nos permite aceptar como “mitos” no solo a los mitos religiosos, sino también a los “literarios”. Ese aspecto narrativo es el rasgo esencial del mito ya en la palabra griega mythos, que los sofistas y Platón opusieron al vocablo logos (palabra, razón, razonamiento), en el sentido de “narración tradicional, relato antiguo”. (Antes, en Homero, mythos y logos eran sinónimos). Una frase famosa define el progreso filosófico en Grecia como avance “del mito al logos”; pero ese avance —en términos absolutos— está hoy muy cuestionado. La contraposición sirve para señalar el claro progreso histórico de la razón en la Grecia antigua, en la filosofía, la historia y las ciencias, ideas y no creencias, que explican el mundo, marginando las creencias míticas. Sin embargo, ya el mythos era una búsqueda de verdad, ya el mito ofrecía, en su estilo, una ilustración (Hans Blumenberg). Hay “mito en el logos y logos en el mito”, dice Lluís Duch, que apunta la conveniencia de una ágil combinación “logomítica” para la comprensión cabal del mundo y la condición humana.

 Ofrecen a la sociedad que los alberga “una carta de fundación"

Nuestra mitología clásica viene de la antigua Grecia, aunque solo persiste como brumosa herencia cultural, desde hace siglos desvinculada de su fundamento religioso. (Cómo el cristianismo la sustituyó y desterró a sus dioses es una historia bien conocida y que podemos dejar de lado ahora). Pero cualquier religión tiene su propia mitología, es decir, su oferta narrativa, que puede adquirir pretensiones dogmáticas, reforzada por los rituales y la espiritualidad personal. La cristiana se recoge en la Biblia. Con todo, la mitología griega (y su versión romana) se nos ha transmitido en la literatura europea con una belleza poética que le ha permitido una pervivencia fantasmal a través de los siglos. Recordemos que la gran poesía griega (la épica, la tragedia y gran parte de la lírica) se fundaba en la evocación de los mitos: las acciones de los famosos héroes y los dioses, y su celebración y reinterpretación constante en los poemas y los teatros. Esos mitos, que suelen designarse con el nombre de sus protagonistas, perduran así como ejemplos y enigmas (como los de Prometeo, Odiseo, Edipo, Medea, Orfeo, Casandra y otros). Y los poetas, transmisores por excelencia de los mitos, fueron, en Grecia, populares “maestros de verdad” antes de ser desplazados en esa tarea educativa por los filósofos. Pero, sin embargo, no lo olvidemos, Platón es un gran narrador de mitos, metidos en sus Diálogos. Lo que no deja de ser una admirable paradoja: el gran filósofo, tan crítico con las opiniones ajenas, tan duro con los poetas, resulta luego un fabuloso mitólogo.

 Un mito no se inventa, sino que se cuenta como un saber acreditado

Pero no solo los griegos; toda cultura tiene sus mitos, como ya sabemos. Y su, más o menos fantástica, brillante tradición mitológica. Que se caracteriza, por doquier, por ese carácter memorable, en gran medida educativo. Pues un mito no se inventa, sino que se cuenta como un saber acreditado. Ya estaba antes; como una creencia, como un enigma, como lección de sabiduría, una reliquia de las “historias de la tribu”. Podemos preguntarnos qué lo hace duradero y ubicuo, ¿cómo persiste así, arcaico, y, tal vez, reactualizado? Sin duda es su temática. Los mitos hablan de los grandes temas de la existencia. Y dan respuesta. De por qué existimos, de quién hizo el mundo, cuál es nuestro destino, qué hay tras la muerte, qué significa vivir en un tiempo breve, y en una condición de dudosa justicia. Los filósofos —desde los sofistas griegos— han ofrecido respuestas varias: según unos, fueron el espanto y el agradecimiento ingenuo ante los prodigios naturales los que les crearon los dioses; según otros ilustrados, fue la codicia y astucia de los sacerdotes. Me parece más convincente la tesis de Hans Blumenberg: los mitos animan y dan sentido profundo a lo real. Frente al “absolutismo de la naturaleza”, los seres humanos ansían vivir en un albergue benévolo, un mundo humanizado y con sentido trascendente, donde, más allá de la inevitable muerte, quede algo perdurable, respondiendo al anhelo humano de pervivir y no ser un absurdo accidente disuelto en la nada. Según Blumenberg, el ser humano anhela esperanza y consuelo. El mito lo da. En otras versiones, como en la de Jung, los temas de los mitos están en la propia alma de forma innata, y tienen, como arquetipos, honda relación con el mundo de los sueños.

El caso es que los mitos están ahí, desde muy antiguo y en todas partes. Aunque, desde luego, hay épocas y culturas que los cuidan más y los tienen de mejor calidad. Y, por otra parte, parece que conviene distinguir entre los grandes y fundamentales (como los de la creación, del mundo divino, de las almas y sus viajes de ultratumba) y mitos menores, por ejemplo, los de tipo político o nacionalista más o menos manipulados. En fin, los mitos se insertan en la cultura y suelen recurrir a símbolos propios y expresarse de modo vivaz en imágenes impactantes. El código simbólico que usan con frecuencia los relatos míticos viene requerido por su propia temática, fabulosa y trascendente. El símbolo remite a algo ausente, difícil de representar por los signos de la comunicación habitual; sugiere más que dice e invita a ir más allá de lo real aparente y objetivo. Sobre todo en los símbolos religiosos. Las imágenes mitológicas actúan en el mismo sentido. Invitan a la imaginación de ese universo fabuloso de dioses, monstruos y seres extraños y prodigiosos con más fuerza que las palabras. Cada cultura, luego, elabora imágenes y símbolos propios, aunque la mitología comparada puede revelar entre mitos, imágenes y símbolos de lugares muy lejanos coincidencias sorprendentes. (Acaso porque la imaginación humana tiene sus límites). El repertorio de símbolos e imágenes resulta, en la mirada comparatista, fascinante.

 
El personaje literario deviene mítico tan solo cuando pasa a la memoria colectiva

He apuntado ya que hay mitos de primera instancia y mitos de segunda fila. En el mundo griego, los relatos de los dioses contados por Hesíodo evocan los orígenes del cosmos, los mitos de la épica heroica nos hablan de un mundo más cercano. Y también hay, en esa mitología y en otras, frente a los mitos religiosos y cósmicos (los de los orígenes, de los que tanto escribió Mircea Eliade), mitos literarios, esto es, productos míticos de prestigio más limitado y pedigree más moderno, ya que se inscriben en una tradición libresca. A esos mitos literarios (como el de Don Juan o el de Fausto) se les puede encontrar un primer autor —lo que va en contra de lo que hemos dicho antes—. Pero el personaje literario deviene mítico tan solo cuando pasa a la memoria colectiva y no es necesario recordar quién los inventó. En ese sentido, creo, la mayoría de la gente que los conoce no sabe quién fabricó a Frankenstein o a Carmen, o a Robinsón, no menos que quién, antes de Homero, relató las aventuras del griego Ulises; los héroes se han mitificado al perdurar en el imaginario colectivo, sin que la gente necesite el texto original. Y también hay —descendiendo de nivel— héroes del cómic que pueden revestir un tono mítico (son la calderilla del fondo, para el consumo popular y más mediático). Son “superhéroes” de papel; pero conservan algunas chispas del fulgor de los clásicos, ya desconocidos para el público juvenil. (Grant Morrison subraya bien, en Supergods, su impacto social, y apunta sagazmente que “Supermán es un héroe apolíneo y Batman un héroe dionisiaco”).

Es usual calificar de “míticos” o “mitos” a las grandes estrellas del espectáculo, a futbolistas y atletas, y ahora también a algunos cocineros. “Mito” es así un sinónimo de “ídolo adorado por las masas”; “ídolo” es, en cambio, vocablo pasado de moda. Para sus fans son seres mitológicos, tan de fábula como los superhéroes, glorificados por los focos de la actualidad.

Si bien entró bastante tarde en nuestra lengua —último tercio del XIX—, la palabra “mito” tuvo un éxito enorme: hoy, “el mito se dice de muchas maneras”. En el sentido de “lo fabuloso”, el término “mito” apunta a lo irreal, y se confunde con “lo falso”, y con esa fuerte connotación negativa se usa para descalificar exageraciones, bulos, y creencias ajenas. En ese sentido, los “mitos” son vanas “ilusiones” de los otros. A las “creencias” se contraponen “ideas”, como dijo Ortega, y antes los sofistas griegos. Pero los mitos perviven, se prestan a relecturas y a manipulaciones, a veces perversas.

 EL PAÍS. EN PORTADA sábado, 24 noviembre 2012

viernes, 23 de noviembre de 2012

EL MITO DE CARMEN (Carlos García Gual.: Diccionario de mitos, Barcelona, Planeta, 1997, pp. 96-99)


            «Cigarrera, gitana, ladrona, tramposa, seductora, víctima. Carmen tiene un lugar asegurado en la mitología moderna. Cantada en todos los teatros de ópera del mundo, bailada en incontables ballets, filmada, adaptada a las tradiciones o a lo contemporáneo como la gitana sevillana o Carmen Jones, esta mujer se ha introducido en el lenguaje corriente. Con una rosa en la boca, las castañuelas repiqueteando por encima de su cabeza y el puñal en su cintura, esta muchacha morena se ha deslizado a través de las fronteras con la misma facilidad con que burlaba a los centinelas de Granada y Málaga. Francia y España se disputan su propiedad; fue moda en las letras y la escena alemanas; es demonio familiar de millones de lectores rusos que la considern oriunda del Cáucaso; hasta hay una versión china del relato» (G. Steiner, en Mérimée, 1963; ahora en Lenguaje y silencio, trad. esp., Barcelona, 1982).

            Como Steiner señala, Carmen es un mito moderno. Aparece en la novela corta de Prosper Mérimée hace más de cien años (en 1845) y es proyectada a una difusión mundial con la ópera Carmen de G. Bizet (de 1875). Carmen es una figura de aire romántico, pienso uno al pronto, pero es, a la vez, una figura femenina de talante libertario y sino trágico, que va mucho más allá del ambiente en que surge y se mueve. Ese juego de fondo entre la pasión fatal y el ansia de libertad de la gitana, figura más seductora que bella, hace inolvidable la trama de esta breve narración novelesca. Carmen se configura como un mito posromántico, símbolo teatral de un Eros femenino y voluble que transgrede toda atadura social y moral. La decidida gitana nos deja admirados por el selvático y alegre coraje con que vive su vida, y esa arrogancia casi demoníaca en defensa de su libertad, que la lleva a la muerte fatídicamente.

            «No es fácil –escribe Steiner- decir a primera vista por qué Carmen ha tenido que llamear tan intensamente. La mujer fatal, la tentadora que arruina con sus ojos negros, era un cliché de ficción romántica. Descendiente de las mujeres vampiro de las baladas góticas, allá por 1840 se había convertido en un artilugio comercial de baratillo y pathos. Nada nuevo había en el auténtico color local y las circunstancias exóticas de la historia. Sir Walter Scott, Vicotr Hugo y Delacroix habían empachado al público con figuras pintorescas y argumentos deslumbrantes. Alrededor de 1845, año en que fue publicada Carmen, las tintas violentas, los gitanos y los bandidos españoles eran lugares comunes. Y, sin embargo, puede decirse que no; que el hechizo de Carmen es muchísimo más profundo…»

            Carmen nos impresiona porque expresa, por encima de los elementos pintorescos de sus escenarios andaluces y románticos, la decisión de vivir en libertad hasta el final. De amar y dejar de amar según su libre capricho. Es individualista, amiga del placer, pero sobre todo del aire libre y la existencia sin trabas, caprichosa y violenta, sin reparo a otras normas que las de su propio carácter. El ser gitana es una condición de su anhelo libertario, pero no es una gitana sin más. Es atrevida, desafiante, medio bruja y tan engañosa como sincera cuando le apetece. No trata de evitar el cuchillo de José, sino que espera a que le dé muerte. Con el derecho que un rom tiene de matar a su romí. No quiere escapar a una muerte que sabe próxima, es una gitana valiente y fatalista y, al mismo tiempo, es una heroína a ultranza de la libertad del querer. Una mártir del amor libre y libertario, una mujer fatal sin quererlo.

            Es muy curioso que sea un escritor ilustrado y de estilo frío y preciso, como Mérimée, quien nos haya dibujado la figura mítica de la protagonista de un drama tan pasional. La novela corta Carmen es un prodigio narrativo, de un escritor francés poco romántico, buen viajero, sagaz erudito, admirador de Stendhal y admirado por Nietzsche. Recordemos cómo es el pobre don José, que por ella se ha hecho bandido y contrabandista, y asesino por celos, que ha renunciado a todo para vivir con Carmen, y quien la mata como último recurso, el que cuenta la historia, pero sin aspavientos. (La narración breve de 1845 quedó envuelta, en la edición definitiva de 1847, por unos capítulos que la arropan, en que Mérimée habla de su viaje a Andalucía y de su interés folklórico por los gitanos, y con ese marco mitiga un tanto la intensidad de la trágica historia.)

            Cuando pensamos en Carmen recordamos también algunas arias de la ópera (acaso en la voz de Maria Callas, como muy bien apunta Lourdes Ortiz al tratar del tema en el último capítulo de El sueño de la pasión, Madrid, 1997) y percibimos la clara lección trágica bajo la tonada de la habanera de Bizet: «L’amour c’est un oiseau rebelle / que nul n’en peut apprivoiser / et c’est en vain que l’on l’appelle / s’il lui convient de refuser…» El triunfo del torero envuelve la muerte de Carmen y el lamento de don José en una mágica atmósfera final. Contrasta esa festiva música de la ópera en su brillante y fogoso ritmo, con el tono sencillo de la novela corta, pero el relato y la ópera se replican muy bien, de modo admirable e inolvidable. Son como melodías complementarias del mismo mito.

           

 

miércoles, 21 de noviembre de 2012

EL MITO DE DON JUAN (Carlos García Gual.: Diccionario de mitos, Barcelona, Planeta, 1997, pp. 126-133)



            Don Juan –como Fausto y Carmen- es el protagonista de un mito literario  cuyos orígenes y evolución, en textos modernos bien conocidos, podemos rastrear con precisión. Incluso podemos registrar la fecha de su nacimiento, en la obra de Tirso de Molina, El burlador de Sevilla y convidado de piedra, que se editó en 1630.

            Ese drama barroco de firme estructura dramática define muy bien al héroe y su destino. Don Juan es un seductor de doncellas, un tipo gallardo y calavera, sin escrúpulos religiosos ni morales, que busca el placer y las diversiones sin reparar en el castigo divino, y a quien, al final, la estatua del comendador le arrastra al infierno. Cuatro son las mujeres engañadas que aparecen en la obra de Tirso: la duquesa Isabel  -a quien engaña con la apariencia de su amante Octavio-, doña Ana de Ulloa –a cuyo padre, don Gonzalo, don Juan da muerte en duelo- y dos jóvenes campesinas, a las que ha dado rápidas promesas de matrimonio. En sus andanzas Don Juan llega hasta un cementerio donde se topa con la tumba y estatua de don Gonzalo de Ulloa, y en un arranque burlón don Juan invita a una cena a la estatua del viejo comendador. El convidado de piedra acepta y acude a la casa de don Juan, y se sienta con él a la mesa, pero es para invitarle a su vez a otra comida nocturna, en su cementerio; don Juan acude y el comendador le tiende una mano que don Juan estrecha con gesto audaz. Pero la estatua pétrea ya no le suelta, sino que arrastra al burlador al fuego eterno infernal.

            Ahí están ya los elementos sustanciales de la trama mítica: la serie de las mujeres burladas, el airado y fantasmal comendador, asesinado por don Juan y convertido en estatua de piedra, huésped de últimas cenas, y el tipo de don Juan, pertinaz y jactancioso libertino, pecador desconfiado de una sanción divina, que al final recibe de manos de la vengativa estatua de piedra. Son los tres elementos que Jean Rousset –en El mito de don Juan (1978: trad.esp., México, 1985)- considera constitutivos del mito. Tal vez Tirso tomó de la tradición alguno de esos elementos, como el del convite de burlas a un muerto que acude para castigar al atrevido, y la historia de un seductor de mujeres sin cuento y sin arrepentimiento que recibe un ejemplar final catastrófico. Pero fue la unión de esos trazos en una misma trama dramática la que logró ese mito de tan admirable éxito en la literatura europea desde el siglo XVII al XX.

            En sucesivas recreaciones, dramáticas y operísticas, pero también en novelas y en ensayos, la figura de don Juan es reinterpretada con nuevos matices y se le añaden tonos a la peripecia dramática. El mito se hace popular y recibe luego fuertes tonos románticos. El “donjuanismo” resulta un carácter analizado por diversos pensadores, condenado por los moralistas y también por los psicoanalistas. Pero desde los románticos no parece ya adecuada la condenación final de don Juan al fuego del infierno. El amor –que no estaba en el drama de Tirso- aparece, primero en alguna figura femenina –ya en Molière- y luego en el propio protagonista, cautivado al final por la pasión de la que tanto se burlara. Otros tratan ya el mito con ironía cáustica. En fin, se suceden los nuevos tipos de don Juan, en rápida y numerosa serie, en Francia, Italia, Alemania, Gran Bretaña, etc. El éxito de la trama donjuanesca resulta asombroso, pero son muy importantes los giros que adopta en manos de unos y otros autores. Como si el personaje se prestara a esas nuevas interpretaciones por una especial textura mítica.

            Recordemos los textos más destacados, unos pocos entre más de un centenar, los que dejan una fuerte impronta en esa tradición literaria. De 1665 es el Don Juan ou le festin de Pierre de Molière. (Aquí don Juan es un libertino, ágil en sus razonamientos, incrédulo e insatisfecho en sus victorias. Junto a él está su criado Sganarelle –más ingenuo que el Catalinón de Tirso- y una mujer amante, Elvira, raptada del convento y casada con él.) De 1763 es el Don Giovanni Tenorio ossia il dissoluto de Goldoni. De 1787 Il dissoluto punito ossia il don Giovanni, libreto de Da Ponte, que Mozart transforma en una ópera fulgurante y de inolvidable éxito. (Don Juan es un cínico, vuelve a tener un primer plano doña Ana, el criado ahora es el cómico Leporello, la acción tiene un buen ritmo, pero la música es la que impone su magnífico y alegre contrapunto a las mejores escenas.) La breve novela de E.T.A. Hoffmann Don Juan (1813) marca una variación que será muy influyente en la interpretación del protagonista: aquí don Juan está visto como el buscador de un ideal de mujer que no encuentra en sus devaneos. Es un idealista desencantado en sus aventuras, un hombre que anhela más altas empresas, un espíritu de ansias que chocan con la realidad. Con esta visión se abre ya la romantización del personaje, que ofrecerá muchos nuevos don Juanes en el siglo. El Don Juan de Byron (1818-1824) es un largo poema que toma fundamentalmente el nombre del protagonista y su talante libertino y aventurero como eje para una larga serie de aventuras, muy representativas del talante de su autor. Es una buena muestra del romanticismo que insufla nueva pasión en la figura del Burlador, aunque ya lanzado a peripecias que no son otras que las de la trama originaria. Otros autores románticos toman del mismo modo la figura de don Juan para imaginar sólo un episodio, de notable originalidad, como hace A.S. Pushkin en El huésped de piedra, de 1830. En el drama de Grabbe Don Juan y Fausto, de 1829, se enfrentan esas dos figuras míticas, que el romanticismo acerca como audaces transgresores de la moral rutinaria, buscadores inquietos de una acción apasionada.

            De 1844 es el Don Juan Tenorio de Zorrilla, que retoma la interpretación romántica del protagonista con nuevos bríos. Don Juan sigue siendo el tipo gallardo y calavera, orgulloso de una larga lista de mujeres seducidas y abandonadas  –tantas como las “mil y tres” de la ópera de Mozart por lo menos-, pero ahora está dispuesto a redimirse por el amor. El seductor acaba profundamente enamorado de doña Inés de Ulloa, y doña Inés le ama, más allá de la muerte de su padre el comendador, y aun después de muerta. De modo que , por intervención del espíritu de la amada, que se enfrenta en la última escena a la estatua de su marmóreo padre, se salva don Juan-arrepentido en el último instante- de la condena infernal. Escapa el seductor del fogoso infierno y sube al cielo de la mano de doña Inés. Es un final feliz al gusto de la nueva época y del público.

            Son numerosos los escritores que después de Zorrilla hasta mediados de nuestro siglo han vuelto a presentar a don Juan en escena o en un relato novelesco. En los más recientes domina muy fuertemente la ironía –como en las comedias de M. Frisch, Don Juan o el amor a la geometría (1953), de H. de Montherlant, Don Juan (1958), o en la novela de G. Torrente Ballester, Don Juan (1963). Luego, el mito de don Juan parece haber llegado a un ocaso fácil de explicar. En su primer creador, en Tirso de Molina, está muy claro el trasfondo religioso del drama. El Burlador es un pecador contumaz y que desprecia la oportuna contrición y penitencia, embriagado por sus conquistas femeninas y su vanidad. Tirso, fraile y moralista, muestra en su pieza cómo esa conducta arrastra a don Juan a los infiernos, y castiga su arrogancia y sus burlas con una merecida condenación, que el comendador ejecuta con pétreo aplomo. El trasfondo moral católico de la pieza es evidente; tanto seducir doncellas como agraviar a los difuntos son ofensas a un código religioso y el final fantástico resulta ejemplar.

            Luego ese trasfondo moral católico se difumina en muchos autores, y aparece una nueva visión de don Juan menos moralizada. Don Juan es un idealista, un deportista, un coleccionista de mujeres, en fin, un personaje de quien se exalta la audacia, la arrogancia, el afán de aventuras. Es alguien que puede ser amado (y la primera en amar a don Juan es Elvira en el drama de Molière y la más fiel amante es doña Inés en el de Zorrilla) e incluso amar él mismo. Más tarde el aspecto del seductor ya no se ve como tan reprobable; podría decirse que en algunos casos las mujeres que no saben saciar sus ansias ideales son más culpables que él mismo. Y en la medida que la moral sexual evoluciona hacia una permisividad mayor, parece perder riesgos, pero también atractivos, el empeño donjuanesco. No es ya el pecado contra la castidad de las doncellas seducidas, sino el engaño sufrido, lo que parece más reprobable en don Juan. Y, avanzado el romanticismo, se deja sentir una clara corriente de simpatía hacia el apasionado y frívolo don Juan, que a la postre, gracias a alguna de sus amadas, se salva.

            Finalmente, en nuestros días, ni la perturbación del código católico moral ni el tener una lista de doncellas rápidamente seducidas y abandonadas parece algo tan hondamente reprobable como para mover a espectros respetables a castigar al inculpado. El tema de don Juan anda muy gastado. Ni siquiera las feministas gastan ya pólvora contra el donjuanismo, vicio menor y raro, en un mundo donde las mujeres han adquirido una mayor libertad y en el que los acosos sexuales basados en la galante retórica donjuanesca no parecen ser los más desagradables. Por otra parte, el elemento fantástico –la muerte y el infierno-, esencial en el mito, que está vinculado a la actuación de la estatua del comendador, es muy difícil de mantener en una época tan descreída. Y ese antagonista de ultratumba es, como J. Rousset ha analizado bien, un ingrediente esencial en el mito.

            Es el comendador quien se enfrenta a don Juan y quien detiene con un gesto sorprendente la carrera triunfal del Burlador. El encuentro entre el frívolo, raudo, inquieto y versátil don Juan y el sombrío y pétreo don Gonzalo es una invención genial de Tirso, y el mito adquiere su tono simbólico más impresionante para ofrecer y pedir las manos de las doncellas seducidas, tan diestro para escapar siempre de sus pactos fingidos, acaba atrapado por el apretón de la mano fría de la estatua. Y el comendador le arrastra con su mano al infierno. (La idea de Zorrilla de que doña Inés acuda en el último instante a darle su mano angélica para contrarrestar, con su tirón hacia arriba, hacia el cielo de ambos, el peso infernal de la de su padre, es una invención romántica genial, e invierte el sentido del drama, sin disminuir el efecto patético de la escena.) Conviene insistir en lo apropiado del final de don Juan, porque su condena o salvación es decisiva.

            Don Juan, que ha olvidado tantas y tantas noches de seducción y que ha dejado deslizarse su vida en aventuras sin peso ni huella, ve su existencia truncada por el choque con la estatua de piedra. La escena no es el centro del drama, pero sí proporciona la esperada catástrofe, y en su retumbo final envuelve en un halo mítico al héroe. La estatua del comendador actúa ahí de juez y de verdugo, con una tremenda eficacia simbólica, como glosa J. Rousset.

            «Al amnésico le recordará, finalmente, su existencia pasada, y esta vez de una manera draconiana, el más autoritario de los encargados de la permanencia: el Difunto. No es casual que éste sobrevenga en la forma implacable que el inventor español tuvo el mérito de elegir: la estatua, l’uom di sasso; ni el espectro ni el esqueleto del folklore legendario, sino la forma consumada de lo inmóvil, de lo petrificado, de lo que hay de más estable en el mundo. Como portavoz calificado de lo inmutable, el emisario del Cielo pone fin, brutalmente, a las idas y venidas del pertio en metamorfosis. Al hombre del presente, la Estatua le parece, a la vez, la memoria encarnada, puesto que le recuerda un acto olvidado de su pasado, y la mensajera de un futuro que él no ha dejado de eludir. El más tarde incluido en el lema tantas veces repetido por el frívolo se cambia brutalmente en un ahora que ya no tendrá mañana.

            »Vemos el poder de un símbolo fuerte: el hombre de piedra aplasta al hombre de carne, al hombre de viento. Para detener la movilidad misma hacía falta ese tope, ese peso de lo inamovible. Al confiar el oficio del desenlace al mármol de la permanencia, contrapartida estricta del inconstante, Tirso aseguró al mito uno de sus principios de coherencia y su eficacia sobre la imaginación colectiva.» (J. Rousset, pp. 105 y 106).

 

domingo, 18 de noviembre de 2012

“LO ABSURDO Y EL SUICIDIO” (Albert Camus, El mito de Sísifo. Ensayo sobre el absurdo, Buenos Aires, Losada, 1979, pp. 13-17)


                “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías vienen a continuación. Se trata de juegos; primeramente hay que responder. Y si es cierto, como quiere Nietzsche, que un filósofo, para ser estimable, debe predicar con el ejemplo, se advierte la importancia de esta respuesta, puesto que va a preceder al gesto definitivo. Se trata de evidencias perceptibles para el corazón, pero que deben profundizarse a fin de hacerlas claras para el espíritu.

                Si me pregunto para qué voy a juzgar si tal pregunta es más apremiante que tal otra, respondo que pone en juego los actos. Nunca vi a nadie morir por el argumento ontológico. Galileo, quien defendía  una verdad científica importante, la abjuró con la mayor facilidad del mundo, cuando puso su vida en peligro. En cierto sentido, hizo bien[1]. Aquella verdad no valía la hoguera. Es profundamente indiferente quien gira alrededor del otro, si la tierra o el sol. Para decirlo todo, es una cuestión baladí. En cambio, veo que muchas personas mueren porque estiman que la vida no vale la pena de que se la viva. Veo a otras que, paradójicamente, se hacen matar por las ideas o las ilusiones que les dan una razón para vivir (lo que se llama una razón para vivir es, al mismo tiempo, una excelente razón para morir). Opino, en consecuencia, que el sentido de la vida es la pregunta más apremiante. (…)

                Nunca se ha tratado del suicidio sino como de un fenómeno social. Por el contrario, aquí se trata, para comenzar, de la relación entre el pensamiento individual y el suicidio. Un acto como éste se prepara en el silencio del corazón, lo mismo que una gran obra. El hombre mismo lo ignora. Una noche dispara o se sumerge. De un gerente de inmuebles que se había matado me dijeron un día que había perdido a su hija hacía cinco años y que esa desgracia le había cambiado mucho, le había “minado”. No se puede desear una palabra más exacta. Comenzar a pensar es comenzar a ser minado. La sociedad no tiene mucho que ver con estos comienzos. El gusano se halla en el corazón del hombre y hay que buscarlo en él. Este juego mortal, que lleva a la lucidez frente a la existencia de la evasión fuera de la luz, es algo que debe investigarse y comprenderse.

                Son muchas las causas de un suicidio y, de una manera general, las más aparentes no han sido las más eficaces. La gente se suicida rara vez (sin embargo, no se excluye la hipótesis) por reflexión. Lo que desencadena la crisis es casi siempre incontrolable. (…)

                Pero si es difícil fijar el instante preciso, el paso sutil en que el espíritu ha apostado a favor de la muerte, es más fácil extraer del acto mismo las consecuencias que supone. Matarse, en cierto sentido, y como en el melodrama, es confesar. Es confesar que se ha sido sobrepasado por la vida o que no se comprende ésta.  Sin embargo, no vayamos demasiado lejos en estas analogías y volvamos a las palabras corrientes. Es solamente confesar que eso “no merece la pena”. Vivir, naturalmente, nunca es fácil. Uno sigue haciendo los gestos que ordena la existencia por muchas razones, la primera de las cuales es la costumbre. Morir voluntariamente supone que se ha reconocido, aunque sea instintivamente, el carácter irrisorio de esa costumbre, la ausencia de toda razón profunda para vivir, el carácter insensato de esa agitación cotidiana y la inutilidad del sufrimiento.

                ¿Cuál es, pues, ese sentimiento incalculable que priva al espíritu del sueño necesario para una vida? Un mundo que se puede explicar hasta con malas razones es un mundo familiar. Pero, por el contrario, en un universo privado repentinamente de ilusiones y de luces, el hombre se siente extraño. Es un exilio sin remedio, pues está privado de los recuerdos de una patria perdida o de la esperanza de una tierra prometida. Tal divorcio entre el hombre y su vida, entre el actor y su decorado, es propiamente el sentimiento de lo absurdo. Como todos los hombres sanos han pensado en su propio suicidio, se podrá reconocer, sin más explicaciones, que hay un vínculo directo entre este sentimiento y la aspiración a la nada.

                El tema de este ensayo es, precisamente, esa relación entre lo absurdo y el suicidio, la medida exacta en que el suicidio es una solución de lo absurdo. Se puede sentar como principio que para un hombre que no hace trampas lo que cree verdadero debe regir su acción. La creencia en lo absurdo de la existencia debe gobernar, por lo tanto, su conducta. Es una curiosidad legítima preguntarse, claramente y sin falso patetismo, si una conclusión de este origen exige que se abandone lo más rápidamente posible una situación incomprensible”.



[1] Desde el punto de vista del valor relativo de la verdad. Por el contrario, desde el punto de vista de la conducta viril, la fragilidad de este sabio puede hacer sonreír.