“Es probable que el mito heroico del rey Edipo sea el que
más glosas e interpretaciones haya suscitado, desde tiempos antiguos y en los
tiempos modernos. Es, a propósito de esta trama mítica cuando Claude Lévi-Strauss
ha insistido que todas las versiones de un mito –y eso incluiría los
comentarios de Freud y el “complejo de Edipo”- “son parte integrante del mito”.
Y añade conclusivamente: “No hay una versión verdadera de la que todas las
demás serían copias o ecos deformados. Todas las versiones pertenecen al mito.”
Aceptemos, en principio, tal axioma. Pero creo que
conviene matizar un poco tan absoluto dictamen. No hay, desde luego, una
versión primitiva o canónica de un mito; todas las narraciones son versiones
singulares de un relato tradicional que tiene un esquema latente o una cierta
estructura básica sometida a recreaciones diversas. Pero no deja de ser cierto
que, en la historia o en la tradición de un mito, hay versiones privilegiadas,
por su hondura o su calidad poética, que han marcado con sus ecos toda la
tradición mítica posterior. Son versiones literarias –y esto incluye tanto a
Sófocles como a Freud.
Como comenta a este propósito Colette Astier en su libro Le mythe d’Oedipe (París, 1974): “Se
desprende directamente de esta perspectiva la dificultad de aislar el mito de
la literatura y, como lo confirman ejemplos tan distintos como el Edipo rey de Pasolini y La máquina infernal de Cocteau, se hecho
imposible crear nuevas versiones plásticas, cinematográficas y literarias del
mito de Edipo sin guardar de alguna manera presentes en el espíritu el recuerdo
de Sófocles y el de Freud. La oposición entre literatura y mito sería entonces
no sólo la de la parte y el todo, sino también la de la singularidad de cada
una de las variante frente a la suma, o al menos frente a la totalidad de un
corpus” (ob.comp., p.11) Quede eso apuntado para una reflexión más a fondo, en
la que no podemos extendernos ahora. Basta la cita para lo que queremos
señalar: de una parte esté el mito con su larga tradición que lo enriquece y lo
configura en su globalidad. De otra una versión privilegiada, que marca el
entendimiento de la trama para la posteridad, como es la tragedia de Sófocles, Edipo rey.
La trama esencial de la
historia de Edipo contiene ciertas secuencias ineludible (o mitemas, en la
terminología de Lévi-Strauss): el oráculo, al responder a Layo, advierte al rey
de Tebas que no debe tener hijos, porque, si tiene alguno, éste le matará y se
casará con su propia madre. Layo y Yocasta engendran a un niño y, temerosos de
la profecía, deciden abandonarlo en el bosque para que muera allí. El niño, con
los pies heridos e hinchados (de ahí su nombre de Oidipous, Edipo), es recogido por un pastor y llevado a Corinto,
donde es adoptado por la pareja real, que no tiene hijos propios.
Al llegar a la adolescencia, Edipo
consulta al oráculo y recibe su respuesta fatídica: “Matarás a tu padre y te
casarás con tu madre”. Decide no regresar a Corinto. En una encrucijada de
caminos tiene un encuentro violento con Layo, al que no reconoce, y lo mata. De
camino hacia Tebas se encuentra con la Esfinge que asedia a la ciudad. Edipo
resuelve el enigma que plantea el monstruo y así libera a la ciudad. Entra en
ella victorioso y como premio de su triunfo sobre el monstruo obtiene la mano
de la reina viuda y el trono de Tebas. Tiene con Yocasta cuatro hijos
(Eteocles, Polinices, Antígona y Crisótemis), y luego descubre toda la verdad
de los hechos: ha matado a su padre y se ha casado con su madre. Todo se ha
cumplido tal como había predicho el oráculo. Esa revelación de su pasado, que
lo convierte en un criminal, parricida e incestuoso, significa una terrible
catástrofe del destino para Edipo. Mientras que Yocasta muere agobiada por el
dolor o se suicida, él se exilia y, en Sófocles, antes se arranca los ojos para
no ver más el escenario de sus crímenes.
Cierto es que el marco de este relato puede ampliarse
hasta incluir, en su comienzo, la maldición de Pélope sobre Layo, brutal raptor
de su hijo Crisipo, o aún más, hasta los orígenes de la ciudad de Cadmo (como
hace Lévi-Strauss en su análisis estructural del mito), y en sus siguientes
etapas, con la maldición de Edipo sobre sus hijos, que se matan entre sí, y con
la trágica desventura de Antígona y la muerte de Edipo en la aldea ática de
Colono, como un héroe al que los dioses al final le reconocen su osada
grandeza. Un análisis completo debería incluir todas esas secuencias, pero
ahora nos centramos en la figura del protagonista, con un objetivo preciso:
advertir la fuerza poética inmarchitable de la recreación de Sófocles.
Edipo rey fue
considerado por Aristóteles como el mejor paradigma de la tragedia clásica tal
como él la definió en su Poética. En
ese drama se dan de forma perfecta todos los elementos que el gran crítico
literario postula como esenciales en la tragedia canónica. Ahí está el famoso “cambio de fortuna”, la peripéteia perfecta: Edipo, que al
principio aparece como gran rey, al final es un criminal condenado y desterrado
por sus escandalosos crímenes, como el macho cabrío, el trágos o el pharmakós
ritual, que carga con los pecados de toda la comunidad y debe ser escarnecido y
arrojado lejos. La hamartía y el anagnosrismós, es decir, el “error trágico”
y el “reconocimiento” del protagonista, se dan aquí de modo muy destacado. El reconocimiento de sí mismo que va haciendo Edipo en su
proceso de búsqueda de la verdad, de “conocerse a sí mismo”, volviendo
atrás en el tiempo, recobrando a otra luz los hechos de un pasado, que él creía
glorioso y ahora surge ante sus ojos como una fatídica serie de errores, está
llevando a escena con una evidente maestría. Si
vemos la trama como la de una búsqueda policial, nos admira que Edipo tenga
todos los papeles básicos: es el detective, el juez, el verdugo y el criminal.
Y todo se desarrolla sobre la escena, en una especie de flash back, de acuerdo con las normas neoclásicas: unidad de
acción, de tiempo y de lugar. Breve espacio le sirve a Sófocles para precipitar
a Edipo de la realeza al abismo. (Si uno compara la versión sofoclea con otras
más modernas, como la de J. Cocteau ya mencionada, es muy fácil observar qué
prodigio de concentración centellea en la construcción dramática del griego.)
La obra de Sófocles muestra su terrible ironía, lo que se
suele llamar “ironía trágica” desde su mismo título. Oidipous tyrannos es algo más que Edipo rey (“rey” se decía en griego basileús). Un “tirano” es alguien que ha conseguido por sí mismo el
máximo poder personal, y se alza por encima de las leyes con su autoridad
soberana. (De ahí que los antiguos tiranos sean en Grecia personajes algo
ambiguos, y luego el nombre de tirano cobrara connotaciones peyorativas, a la
vez que la tiranía producía su propia decadencia.)
Pero si Edipo ha logrado el trono por su triunfo al
salvar a la ciudad de la Esfinge, no olvidemos que era el legítimo heredero de
Tebas, como hijo de Layo y de Yocasta. Era un basileús de casta, pero de una casta maldita. Reconquista pues el
trono de sus padres, pero esa hazaña le es fatal. En el enfrentamiento entre
Edipo y Tiresias se revela magistralmente la ironía. Las cosas son muy
distintas de lo que parecen, y los espectadores captan toda la carga irónica
del diálogo entre un rey que parece sabio y justiciero (pero que los hechos
mostrarán que es todo lo contrario) y el viejo adivino ciego, aparentemente
débil y perdido (y, sin embargo, el ciego es quien ve el futuro y quien conocer
la terrible verdad). Al final de la obra de Sófocles, Edipo ciego y errante se
ha asemejado extrañamente al pesaroso Tiresias.
Es muy interesante observar que –por lo que sabemos del
mito- sólo en la versión trágica de Sófocles, Edipo se castiga con la ceguera. El tema de la búsqueda de la verdad se ha
convertido en el centro de la tragedia de Sófocles. No sabemos que fuera así en
la tradición anterior. (Una tradición que conocemos por fragmentos varios, desde
las alusiones de la Odisea hasta
piezas de Eurípides como las Fenicias,
que presenta variantes muy notorias respecto de la tragedia de Sófocles. Como
es, por ejemplo, que se ahorcara Yocasta al conocer el incesto, y que el viejo
Edipo no se arrancara los ojos y siguiera viviendo recluido en su palacio
tebano después.) Como otros héroes sofocleos, Edipo se encamina, inflexible,
hacia la catástrofe impulsado por su propia grandeza de carácter. Su desdicha
proviene de su magnánimo empeño, de “la maldición
de la honradez” (W.Kaufmann). Si no se hubiera empeñado en llegar hasta
el fondo, acaso podría haberse salvado. Pero es un digno héroe sofocleo, como
Ayante o su hija Antígona.
Sin embargo, aunque condenado y portador de un miasma
criminal, Edipo es, en un sentido profundo, inocente y noble. Merecía otro
final, más allá del triste éxodo de Edipo
rey. Y, en efecto, lo consiguió, tal como se nos cuenta en el Edipo en Colono. El anciano Sófocles,
con sus noventa años, arregló cuentas al final de su vida con su héroe en ese
drama extraño. Y trae al maldito vagabundo apátrida hasta la aldea donde él, el
piadoso dramaturgo, naciera, en el Ática, para morir como un héroe prestigioso,
en un ocaso luminoso.
Volviendo a lo que decíamos, una obra literaria es sólo
un hito en la corriente de una tradición mítica. Pero en el caso de una
recreación tan profunda como la de Sófocles, imprime su marca en ésta para
siempre. En tal sentido, preguntémonos si la glosa
de Freud se refiere al mito o al mito reinterpretado en la tragedia de Sófocles.
Edipo no es ya sólo el entrampado en un oráculo fatídico, sino el buscador de
la verdad que le lleva al conocimiento trágico. Y, por otra parte, como ha
comentado J. P. Vernant con lucidez, es bien cierto que al antiguo Edipo no
podía tener el famoso complejo al que Freud dio su nombre. ¿Pero quién después
de la lectura freudiana puede presentar a un Edipo que no esté contaminado por
ella y nos recuerde tal complejo? Después de Sófocles y de Freud, ya todos
somos, o sospechamos que pudiéramos ser, Edipo. Sólo que sin la abrumadora
grandeza trágica de un héroe de Sófocles.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario