sábado, 17 de noviembre de 2012

EDIPO (Carlos García Gual, Diccionario de mitos, Barcelona, Planeta, 1997)


 
            “Es probable que el mito heroico del rey Edipo sea el que más glosas e interpretaciones haya suscitado, desde tiempos antiguos y en los tiempos modernos. Es, a propósito de esta trama mítica cuando Claude Lévi-Strauss ha insistido que todas las versiones de un mito –y eso incluiría los comentarios de Freud y el “complejo de Edipo”- “son parte integrante del mito”. Y añade conclusivamente: “No hay una versión verdadera de la que todas las demás serían copias o ecos deformados. Todas las versiones pertenecen al mito.”

            Aceptemos, en principio, tal axioma. Pero creo que conviene matizar un poco tan absoluto dictamen. No hay, desde luego, una versión primitiva o canónica de un mito; todas las narraciones son versiones singulares de un relato tradicional que tiene un esquema latente o una cierta estructura básica sometida a recreaciones diversas. Pero no deja de ser cierto que, en la historia o en la tradición de un mito, hay versiones privilegiadas, por su hondura o su calidad poética, que han marcado con sus ecos toda la tradición mítica posterior. Son versiones literarias –y esto incluye tanto a Sófocles como a Freud.

            Como comenta a este propósito Colette Astier en su libro Le mythe d’Oedipe (París, 1974): “Se desprende directamente de esta perspectiva la dificultad de aislar el mito de la literatura y, como lo confirman ejemplos tan distintos como el Edipo rey de Pasolini y La máquina infernal de Cocteau, se hecho imposible crear nuevas versiones plásticas, cinematográficas y literarias del mito de Edipo sin guardar de alguna manera presentes en el espíritu el recuerdo de Sófocles y el de Freud. La oposición entre literatura y mito sería entonces no sólo la de la parte y el todo, sino también la de la singularidad de cada una de las variante frente a la suma, o al menos frente a la totalidad de un corpus” (ob.comp., p.11) Quede eso apuntado para una reflexión más a fondo, en la que no podemos extendernos ahora. Basta la cita para lo que queremos señalar: de una parte esté el mito con su larga tradición que lo enriquece y lo configura en su globalidad. De otra una versión privilegiada, que marca el entendimiento de la trama para la posteridad, como es la tragedia de Sófocles, Edipo rey.

            La trama esencial de la historia de Edipo contiene ciertas secuencias ineludible (o mitemas, en la terminología de Lévi-Strauss): el oráculo, al responder a Layo, advierte al rey de Tebas que no debe tener hijos, porque, si tiene alguno, éste le matará y se casará con su propia madre. Layo y Yocasta engendran a un niño y, temerosos de la profecía, deciden abandonarlo en el bosque para que muera allí. El niño, con los pies heridos e hinchados (de ahí su nombre de Oidipous, Edipo), es recogido por un pastor y llevado a Corinto, donde es adoptado por la pareja real, que no tiene hijos propios.

            Al llegar a la adolescencia, Edipo consulta al oráculo y recibe su respuesta fatídica: “Matarás a tu padre y te casarás con tu madre”. Decide no regresar a Corinto. En una encrucijada de caminos tiene un encuentro violento con Layo, al que no reconoce, y lo mata. De camino hacia Tebas se encuentra con la Esfinge que asedia a la ciudad. Edipo resuelve el enigma que plantea el monstruo y así libera a la ciudad. Entra en ella victorioso y como premio de su triunfo sobre el monstruo obtiene la mano de la reina viuda y el trono de Tebas. Tiene con Yocasta cuatro hijos (Eteocles, Polinices, Antígona y Crisótemis), y luego descubre toda la verdad de los hechos: ha matado a su padre y se ha casado con su madre. Todo se ha cumplido tal como había predicho el oráculo. Esa revelación de su pasado, que lo convierte en un criminal, parricida e incestuoso, significa una terrible catástrofe del destino para Edipo. Mientras que Yocasta muere agobiada por el dolor o se suicida, él se exilia y, en Sófocles, antes se arranca los ojos para no ver más el escenario de sus crímenes.

            Cierto es que el marco de este relato puede ampliarse hasta incluir, en su comienzo, la maldición de Pélope sobre Layo, brutal raptor de su hijo Crisipo, o aún más, hasta los orígenes de la ciudad de Cadmo (como hace Lévi-Strauss en su análisis estructural del mito), y en sus siguientes etapas, con la maldición de Edipo sobre sus hijos, que se matan entre sí, y con la trágica desventura de Antígona y la muerte de Edipo en la aldea ática de Colono, como un héroe al que los dioses al final le reconocen su osada grandeza. Un análisis completo debería incluir todas esas secuencias, pero ahora nos centramos en la figura del protagonista, con un objetivo preciso: advertir la fuerza poética inmarchitable de la recreación de Sófocles.

            Edipo rey fue considerado por Aristóteles como el mejor paradigma de la tragedia clásica tal como él la definió en su Poética. En ese drama se dan de forma perfecta todos los elementos que el gran crítico literario postula como esenciales en la tragedia canónica. Ahí está el famoso “cambio de fortuna”, la peripéteia perfecta: Edipo, que al principio aparece como gran rey, al final es un criminal condenado y desterrado por sus escandalosos crímenes, como el macho cabrío, el trágos o el pharmakós ritual, que carga con los pecados de toda la comunidad y debe ser escarnecido y arrojado lejos. La hamartía y el anagnosrismós, es decir, el “error trágico” y el “reconocimiento” del protagonista, se dan aquí de modo muy destacado. El reconocimiento de sí mismo que va haciendo Edipo en su proceso de búsqueda de la verdad, de “conocerse a sí mismo”, volviendo atrás en el tiempo, recobrando a otra luz los hechos de un pasado, que él creía glorioso y ahora surge ante sus ojos como una fatídica serie de errores, está llevando a escena con una evidente maestría. Si vemos la trama como la de una búsqueda policial, nos admira que Edipo tenga todos los papeles básicos: es el detective, el juez, el verdugo y el criminal. Y todo se desarrolla sobre la escena, en una especie de flash back, de acuerdo con las normas neoclásicas: unidad de acción, de tiempo y de lugar. Breve espacio le sirve a Sófocles para precipitar a Edipo de la realeza al abismo. (Si uno compara la versión sofoclea con otras más modernas, como la de J. Cocteau ya mencionada, es muy fácil observar qué prodigio de concentración centellea en la construcción dramática del griego.)

            La obra de Sófocles muestra su terrible ironía, lo que se suele llamar “ironía trágica” desde su mismo título. Oidipous tyrannos es algo más que Edipo rey (“rey” se decía en griego basileús). Un “tirano” es alguien que ha conseguido por sí mismo el máximo poder personal, y se alza por encima de las leyes con su autoridad soberana. (De ahí que los antiguos tiranos sean en Grecia personajes algo ambiguos, y luego el nombre de tirano cobrara connotaciones peyorativas, a la vez que la tiranía producía su propia decadencia.)

            Pero si Edipo ha logrado el trono por su triunfo al salvar a la ciudad de la Esfinge, no olvidemos que era el legítimo heredero de Tebas, como hijo de Layo y de Yocasta. Era un basileús de casta, pero de una casta maldita. Reconquista pues el trono de sus padres, pero esa hazaña le es fatal. En el enfrentamiento entre Edipo y Tiresias se revela magistralmente la ironía. Las cosas son muy distintas de lo que parecen, y los espectadores captan toda la carga irónica del diálogo entre un rey que parece sabio y justiciero (pero que los hechos mostrarán que es todo lo contrario) y el viejo adivino ciego, aparentemente débil y perdido (y, sin embargo, el ciego es quien ve el futuro y quien conocer la terrible verdad). Al final de la obra de Sófocles, Edipo ciego y errante se ha asemejado extrañamente al pesaroso Tiresias.

            Es muy interesante observar que –por lo que sabemos del mito- sólo en la versión trágica de Sófocles, Edipo se castiga con la ceguera. El tema de la búsqueda de la verdad se ha convertido en el centro de la tragedia de Sófocles. No sabemos que fuera así en la tradición anterior. (Una tradición que conocemos por fragmentos varios, desde las alusiones de la Odisea hasta piezas de Eurípides como las Fenicias, que presenta variantes muy notorias respecto de la tragedia de Sófocles. Como es, por ejemplo, que se ahorcara Yocasta al conocer el incesto, y que el viejo Edipo no se arrancara los ojos y siguiera viviendo recluido en su palacio tebano después.) Como otros héroes sofocleos, Edipo se encamina, inflexible, hacia la catástrofe impulsado por su propia grandeza de carácter. Su desdicha proviene de su magnánimo empeño, de “la maldición de la honradez” (W.Kaufmann). Si no se hubiera empeñado en llegar hasta el fondo, acaso podría haberse salvado. Pero es un digno héroe sofocleo, como Ayante o su hija Antígona.

            Sin embargo, aunque condenado y portador de un miasma criminal, Edipo es, en un sentido profundo, inocente y noble. Merecía otro final, más allá del triste éxodo de Edipo rey. Y, en efecto, lo consiguió, tal como se nos cuenta en el Edipo en Colono. El anciano Sófocles, con sus noventa años, arregló cuentas al final de su vida con su héroe en ese drama extraño. Y trae al maldito vagabundo apátrida hasta la aldea donde él, el piadoso dramaturgo, naciera, en el Ática, para morir como un héroe prestigioso, en un ocaso luminoso.

            Volviendo a lo que decíamos, una obra literaria es sólo un hito en la corriente de una tradición mítica. Pero en el caso de una recreación tan profunda como la de Sófocles, imprime su marca en ésta para siempre. En tal sentido, preguntémonos si la glosa de Freud se refiere al mito o al mito reinterpretado en la tragedia de Sófocles. Edipo no es ya sólo el entrampado en un oráculo fatídico, sino el buscador de la verdad que le lleva al conocimiento trágico. Y, por otra parte, como ha comentado J. P. Vernant con lucidez, es bien cierto que al antiguo Edipo no podía tener el famoso complejo al que Freud dio su nombre. ¿Pero quién después de la lectura freudiana puede presentar a un Edipo que no esté contaminado por ella y nos recuerde tal complejo? Después de Sófocles y de Freud, ya todos somos, o sospechamos que pudiéramos ser, Edipo. Sólo que sin la abrumadora grandeza trágica de un héroe de Sófocles.”

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