«Cigarrera, gitana,
ladrona, tramposa, seductora, víctima. Carmen tiene un lugar asegurado en la
mitología moderna. Cantada en todos los teatros de ópera del mundo, bailada en
incontables ballets, filmada, adaptada a las tradiciones o a lo contemporáneo
como la gitana sevillana o Carmen Jones, esta mujer se ha introducido en el
lenguaje corriente. Con una rosa en la boca, las castañuelas repiqueteando por
encima de su cabeza y el puñal en su cintura, esta muchacha morena se ha
deslizado a través de las fronteras con la misma facilidad con que burlaba a
los centinelas de Granada y Málaga. Francia y España se disputan su propiedad;
fue moda en las letras y la escena alemanas; es demonio familiar de millones de
lectores rusos que la considern oriunda del Cáucaso; hasta hay una versión
china del relato» (G. Steiner, en Mérimée,
1963; ahora en Lenguaje y silencio,
trad. esp., Barcelona, 1982).
Como Steiner señala, Carmen es un mito moderno. Aparece
en la novela corta de Prosper Mérimée hace más de cien años (en 1845) y es
proyectada a una difusión mundial con la ópera Carmen de G. Bizet (de 1875). Carmen es una figura de aire
romántico, pienso uno al pronto, pero es, a la vez, una figura femenina de
talante libertario y sino trágico, que va mucho más allá del ambiente en que
surge y se mueve. Ese juego de fondo entre la pasión fatal y el ansia de
libertad de la gitana, figura más seductora que bella, hace inolvidable la
trama de esta breve narración novelesca. Carmen se configura como un mito posromántico, símbolo
teatral de un Eros femenino y voluble que transgrede toda atadura social y
moral. La decidida gitana nos deja admirados por el selvático y
alegre coraje con que vive su vida, y esa arrogancia casi demoníaca en defensa
de su libertad, que la lleva a la muerte fatídicamente.
«No es fácil –escribe Steiner-
decir a primera vista por qué Carmen ha tenido que llamear tan intensamente. La
mujer fatal, la tentadora que arruina con sus ojos negros, era un cliché de
ficción romántica. Descendiente de las mujeres vampiro de las baladas góticas,
allá por 1840 se había convertido en un artilugio comercial de baratillo y pathos. Nada nuevo había en el auténtico
color local y las circunstancias exóticas de la historia. Sir Walter Scott,
Vicotr Hugo y Delacroix habían empachado al público con figuras pintorescas y
argumentos deslumbrantes. Alrededor de 1845, año en que fue publicada Carmen, las tintas violentas, los
gitanos y los bandidos españoles eran lugares comunes. Y, sin embargo, puede
decirse que no; que el hechizo de Carmen
es muchísimo más profundo…»
Carmen nos impresiona porque expresa, por encima de los
elementos pintorescos de sus escenarios andaluces y románticos, la decisión de
vivir en libertad hasta el final. De amar y dejar de amar según su libre
capricho. Es individualista, amiga del placer, pero sobre todo del aire libre y
la existencia sin trabas, caprichosa y violenta, sin reparo a otras normas que
las de su propio carácter. El ser gitana es una condición de su
anhelo libertario, pero no es una gitana sin más. Es atrevida, desafiante,
medio bruja y tan engañosa como sincera cuando le apetece. No trata de evitar
el cuchillo de José, sino que espera a que le dé muerte. Con el derecho que un rom tiene de matar a su romí. No quiere escapar a una muerte que
sabe próxima, es una gitana valiente y fatalista y, al mismo tiempo, es una
heroína a ultranza de la libertad del querer. Una mártir del amor libre y
libertario, una mujer fatal sin quererlo.
Es muy curioso que sea un escritor ilustrado y de estilo
frío y preciso, como Mérimée, quien nos haya dibujado la figura mítica de la
protagonista de un drama tan pasional. La novela corta Carmen es un prodigio narrativo, de un escritor francés poco
romántico, buen viajero, sagaz erudito, admirador de Stendhal y admirado por
Nietzsche. Recordemos cómo es el pobre don José, que por ella se ha hecho
bandido y contrabandista, y asesino por celos, que ha renunciado a todo para vivir
con Carmen, y quien la mata como último recurso, el que cuenta la historia,
pero sin aspavientos. (La narración breve de 1845 quedó envuelta, en la edición
definitiva de 1847, por unos capítulos que la arropan, en que Mérimée habla de
su viaje a Andalucía y de su interés folklórico por los gitanos, y con ese
marco mitiga un tanto la intensidad de la trágica historia.)
Cuando pensamos en Carmen
recordamos también algunas arias de la ópera (acaso en la voz de Maria Callas,
como muy bien apunta Lourdes Ortiz al tratar del tema en el último capítulo de El sueño de la pasión, Madrid, 1997) y
percibimos la clara lección trágica bajo la tonada de la habanera de Bizet: «L’amour c’est un oiseau rebelle / que nul n’en peut apprivoiser / et c’est en vain que l’on l’appelle / s’il lui convient de refuser…» El
triunfo del torero envuelve la muerte de Carmen y el lamento de don José en una
mágica atmósfera final. Contrasta esa festiva música de la ópera en su
brillante y fogoso ritmo, con el tono sencillo de la novela corta, pero el
relato y la ópera se replican muy bien, de modo admirable e inolvidable. Son
como melodías complementarias del mismo mito.
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