JUAN
JESÚS OJEDA ABOLAFIA (IES “Santa Bárbara”, Málaga), nos ofrece un trabajo sobre
la leyenda del “Holandés errante”, que tiene cabida tanto en la unidad sobre el
amor, como en la reservada al destino. Este trabajo incluye materiales que pueden servirnos como base para la elaboración de actividades.
1. El mar y la imaginación como poderes
fecundantes
Existe un vínculo maravilloso entre el mar y la imaginación humana; y no porque el mar haya sido siempre fuente de
estímulo para la imaginación y esta se haya mostrado fecunda creando un mar de historias sobre el mar, sino
porque ambos, en sí mismos, son poderes
fecundantes.
Si no detrás del origen de la vida en
nuestro planeta, lo que resulta indudable es que el mar está en el origen de un
capítulo fundamental de la historia de
la vida, pues, como pensó Anaximandro de Mileto hace 2500 años y hoy ya
sabemos, los animales terrestres, incluidos nosotros, provenimos de ancestros marinos. Por su parte, la imaginación humana tiene el asombroso
poder de engendrar esas extrañas criaturas que son los recuerdos, las ideas y
las creencias. Estos engendros fantásticos (“fantasmas” se denomina en
Latín a las imágenes mentales) cobran vida propia en el pensamiento y acaban
influyendo en la realidad vital del ser humano cuando la propia imaginación los
convierte en elementos de la trama de un relato. Precisamente, uno de los más
asombrosos relatos elaborados por la imaginación humana es el que nos cuenta la
historia más increíble jamás contada: la Historia
del universo, de la vida y del hombre; narración tramada por esa forma tan
racional de pensamiento -tan poco fantástica aunque sí imaginativa- llamada
ciencia.
Pero además de la interminable historia de
la vida narrada por la ciencia, uno de cuyos capítulos sería el de las
criaturas marinas y terrestres, la imaginación necesita recrearse inventando un
mar de historias que no por fantásticas dejan de enseñarnos sobre la vida y
cómo vivirla. Porque, de alguna manera, la vida humana es algo que le pasa a un
animal imaginativo y errante, descendiente de ancestros marinos que un día
salieron a tierra firme para secarse al sol,
al que, entretanto camina sin destino, se detiene bajo el cielo y se
tumba sobre la tierra, le asalta la necesidad de inventar historias sobre sí
mismo, los astros, la tierra y el mar, y no sólo por placer, sino para poder
sobrevivir, para intentar salvarse de la muerte: Scherezade se salva de la
muerte cada noche gracias a su capacidad para no acabar nunca de contar una y
mil historias a su despiadado marido.
2.
La narración como acto de pensamiento: pensamiento discursivo y pensamiento
poético.
Pensar es narrar, contar una historia. Hay
dos maneras de pensar, de contar historias: la primera, propia del relato
científico (pensamiento discursivo o deductivo); la segunda, propia del relato
imaginario (pensamiento “poético” o simbólico).
En la manera científica de pensar se cuentan
cosas numéricamente contables y en ella el pensamiento discurre (pensamiento discursivo) por un camino
claro, con principio y final, yendo paso a paso de una cosa sabida claramente,
por ser contable y medible, a otra que también lo será, hasta que, de deducción
en deducción, llegaremos a la conclusión final. La madre de esta forma de
pensar deductiva es la geometría. Por ejemplo, se nos dice: imaginad un
cuadrado –y todos podemos crear la imagen clara de un cuadrado-; pues bien, a
partir de él vamos a ver claramente cómo podemos crear otro que doblará
necesariamente el área del primero. Tracemos una diagonal, que dividirá en dos
triángulos rectángulos iguales el cuadrado inicial, y a partir de esta
diagonal, tomada como lado, tracemos un nuevo cuadrado cuya área contendrá
cuatro triángulos idénticos a los dos que teníamos en el primer cuadrado; ahora
bien, si el primero tenía dos triángulos y el que hemos trazado después tiene
cuatro, como cuatro es el doble de dos, el nuevo cuadrado doblará el área del
primero.
En la manera poética o simbólica de pensar (propia
del arte) se cuentan cosas reconocibles pero que ya desde el principio de la
narración no están del todo claras; sin embargo, la historia narrada las va
enlazando en una trama que parece tener sentido pero no una dirección clara que
necesariamente nos lleve desde el principio al final. El mito, la leyenda o la
narración literaria son la madre de esta forma de pensar en la que habiendo una
trama que hila las cosas contadas, ni el principio está claro, y por tanto, no
nos parece un auténtico principio, ni tampoco el final, que tampoco parece una
conclusión. Aquí nuestro pensamiento no discurre por un camino recto, con
salida y llegada precisas, sino que avanzando, parece a la vez dar vueltas,
como mirando hacia atrás, para reconocer el trayecto realizado y no perdernos
del todo con los nuevos sucesos por los que nos adentra el relato. Así, cuando
termina la narración sabemos que la historia tiene sentido pero que somos
nosotros, cada uno, quien debe encontrárselo. En el pensamiento poético nuestra
imaginación se ve obligada a buscar el
sentido de lo contado; y esto, ni más ni menos, es lo que nos pasa en ese
discurrir sin rumbo claro, pero buscando sentido, que llamamos vida, en la que
a la vez somos autores y protagonistas del argumento.
3.
El relato del “Holandés errante” (Heine/Wagner)
Me detengo ahora en una narración mítica, el
relato del holandés errante. Como mito, en este relato nada está del todo claro
ni es sabido: ni el autor, ni el protagonista; ni el comienzo ni el final, ni
todos y cada uno de los acontecimientos narrados; pero reconocemos lo contado y
pensamos que debe tener un sentido. Se trata de un relato marinero tramado por
gentes del siglo XVII, surgido de la vida real y de la imaginación de hombres y
mujeres que viven entre el mar y la tierra, que de algún modo saben que en el
mar está su razón de ser y su destino final, su vivir y su morir. Imaginémoslos
ahí, entre las costas del mar del Norte y del Báltico, entre Holanda, Noruega y
Escocia; reconozcámoslos en esos marinos que se hacían a la mar para un trabajo
no exento de temeraria aventura y de angustia; que a veces deparaba no retornar
a tierra y dejar en ella a mujeres e hijos que dramáticamente esperaban su
vuelta, y que en muchos casos quedaban viudas y huérfanos; pongámosnos en el
lugar de esas mujeres, solteras de hecho, que a pesar de haber jurado ante Dios
fidelidad a sus lejanos maridos, se hallaban expuestas a todo tipo de penurias
y a la lúbrica coerción, cuando no al ultraje, de bárbaros marineros de tierra.
La historia del holandés errante nos lo va a
contar, por variopintos motivos, no sin parones, desvíos y vueltas atrás, e
inclusive con un irónico y erótico corte en la narración, el gran poeta del
romanticismo alemán Heinrich Heine, quien la recoge en un poético e irónico
libro de memorias titulado “Memorias del
señor de Schnabelewopski”, escrito alrededor de 1833. El señor de tan
estrambótico nombre, “Schnabelewopski”, no es otro que el propio Heine, que nos
relatará amables recuerdos de su vida; en este caso, de su primer viaje por mar
entre Hamburgo y Amsterdam, durante el cual da en recordar la leyenda del
holandés errante, que su vieja tía le contaba cuando era un niño y que ahora,
en la cubierta del barco, sugestionado por el recuerdo, le hace imaginar si
algunos de esos fantasmagóricos veleros que divisa a los lejos sobre un mar y
un cielo ya casi nocturnos no pudiera ser el buque fantasma del desdichado
marinero holandés:
“El primer viaje que hice por el mar
es inolvidable. Mi vieja tía me había contado muchas historias marinas, que
entonces resurgían en mi memoria. Pasaba horas enteras sentado en la cubierta
pensando en las viejas historias, y, cuando las olas murmuraban, creía oír
hablar a mi tía. Si cerraba los ojos la veía en persona, sentada ante mí, con
el único diente de su boca; rápidamente movía los labios y refería la historia
del holandés errante… “Cierta vez, una noche, vi pasar un gran
barco con las velas rojas desplegadas; parecía un negro gigante con un gran
manto de escarlata. ¿Era el holandés errante? (obertura de Wagner).
Picada nuestra curiosidad por la leyenda del
holandés, de repente, el señor Schnabelewopski nos sorprende desvelándonos que
a su llegada a Amsterdam pudo finalmente ver al siniestro holandés, pero como
protagonista de una obra de teatro: “En Amsterdam, donde pronto llegué, vi en persona
al siniestro Mynherr, y por cierto que fue en escena.”
Y así, Schnabelewopski, comenzará a
narrarnos la leyenda del holandés errante para, a renglón seguido, contarnos el
argumento de la obra de teatro que vio en Amsterdam, que nos aportará nuevos
detalles del trágico destino sin fin entre la vida y la muerte del holandés:
“El relato del holandés errante seguramente
os será conocido. Es la historia del buque fantasma que nunca puede arribar a
un puerto y que todavía ahora, desde tiempo inmemorial, vaga por los mares. Si
uno se encuentra esta embarcación, entonces algunos de la lúgubre marinería se
acercan en un bote y os ruegan que cojáis un montón de cartas. Estas cartas
deben clavarse en el mástil, pues de lo
contrario acaecería al barco una desgracia, máxime si no se encuentra a bordo
ninguna Biblia o alguna herradura en el trinquete. Las cartas siempre van
dirigidas a hombres desconocidos o que han muerto hace mucho, de forma que a
veces el nieto recibe una carta de amor dirigida a su bisabuela, que yace en la
tumba desde hace más de cien años. Ese fantasma de madera, esa espantosa
embarcación, toma su nombre del capitán, un holandés que en cierta ocasión juró
por todos los diablos que, a pesar de la fuerte tormenta que entonces soplaba,
doblaría cierto cabo, cuyo nombre he olvidado, y que, asimismo, navegaría hasta
el día del Juicio. El diablo le ha tomado la palabra y ahora tiene que vagar
por los mares hasta el día del Juicio, a no ser que sea liberado por la
fidelidad de una mujer. El diablo, como tonto que es, no cree en la fidelidad
de las mujeres, y por eso permite al capitán maldito que cada siete años baje a
tierra para desposarse y, con esta oportunidad, lograr la salvación. ¡Pobre
holandés! ¡Cuántas veces se conforma con poder volver a liberarse del
matrimonio y deshacerse de su libertadora! Entonces marcha de nuevo a bordo.
En este relato se basa la obra que he visto
en el teatro de Amsterdam. Han pasado ya siete años; el pobre holandés está más
cansado que nunca del interminable correteo; baja a tierra, traba amistad con
un comerciante escocés que encuentra, le vende diamantes a un precio irrisorio
y, cuando oye que su comprador posee una hermosa hija, la pide por esposa. También
este trato queda cerrado. Ahora vemos la casa del escocés; la muchacha espera
al novio con el corazón tembloroso. A menudo mira con tristeza hacia un gran
cuadro alterado por el tiempo que cuelga en la estancia y que representa a un
guapo mozo con el atavío español de los Países Bajos: este cuadro pertenece a
una antigua herencia y, al decir de la abuela, es la imagen fiel del holandés
errante, tal como se le vio hace cien años en Escocia, en tiempos del rey
Guillermo de Orange. A este cuadro va unida una advertencia transmitida de
antiguo que dice que todas las mujeres de la familia deben guardarse del
original. Por eso precisamente la niña desde pequeña ha grabado en su corazón
los rasgos del peligroso galán. Ahora, cuando entra el verdadero holandés
errante en persona, la muchacha se sobresalta, pero no de miedo. También éste
queda asombrado a la vista del retrato. Cuando le explican lo que representa,
sabe alejar de sí toda sospecha, se ríe de la superstición e incluso se burla
del holandés errante, del eterno judío del océano; sin embargo, involuntariamente,
pasa a contar en un tono triste cómo el holandés, en el desierto del agua,
tiene que soportar sufrimientos inmensos e inauditos, cómo su cuerpo no es sino
un féretro de carne en el que el alma pena, cómo la vida le aparta de sí y
también la muerte le rechaza: igual que un tonel vacío que las olas se lanzan
unas a otras y, burlonas, vuelven a lanzárselo, así el pobre holandés es
zarandeado de un lado a otro entre la vida y la muerte, sin que ninguna de las
dos quieran retenerlo; su dolor es profundo como el mar que se agita, su barco
está sin ancla y su corazón sin esperanza.
Creo que poco más o menos estas fueron las palabras con que el novio
acabó. La novia le observaba muy seria y, de cuando en cuando, dirigía miradas
de reojo al retrato. Parecía como si hubiera adivinado su secreto, y cuando él
preguntó: “Catalina, ¿vas a serme fiel?”, contestó decidida: “¡Fiel hasta la
muerte!”
Y ahora que Catalina ha jurado fidelidad al
holandés, ¿qué sucederá? ¿Será esta la vez que definitivamente ponga fin a su
maldición ganándole la partida al diablo? Heine, irónico como gustaba ser, nos
va a gastar algo más que una maliciosa broma, pues en realidad se tratará de
introducir un contrapunto dialéctico, negativo, que servirá de crítica a la
idealizada visión romántica del amor mostrada en la leyenda del holandés
errante. Cuando el drama parece encaminarse hacia su desenlace, sucede algo
inaudito, a la vez que tremendamente cómico y erótico, pues una provocativa
rubia holandesa, que a buen seguro no le habría jurado fidelidad a ningún santo
varón, llama la atención de Schnabelewopski desde el paraíso del teatro, quien
seducido por los carnales encantos de la joven mujer sube a su encuentro
dejando de presenciar parte del desenlace del drama representado en el escenario.
Cuando vuelve a su asiento, tras el voluptuoso lance amoroso, la representación
se halla justo en la escena final, que Schnabelewopski vuelve a contarnos:
“Cuando volví de nuevo al teatro llegaba
justamente a la última escena de la obra, en el momento en que la mujer del
holandés errante, la holandesa errante, se retuerce las manos con
desesperación, mientras en el mar, sobre la cubierta de la lúgubre embarcación,
aparece su desgraciado marido. Él la ama y quiere abandonarla para no conducirla
a la perdición; le confiesa su horrible destino y la maldición espantosa que pesa
sobre él. Pero ella grita con todas sus fuerzas: “Te he sido fiel hasta ahora y
sé un medio seguro de conservarte mi fidelidad hasta la muerte.
Tras estas palabras, la fiel mujer se lanza al mar, y ahora es
cuando la maldición del holandés errante termina; está liberado, y vemos cómo
el buque fantasma se hunde en el abismo del mar...”
Pero,
¿qué ha sucedido? ¿Por qué el holandés ha desconfiado de Catalina y de nuevo se
ha visto abocado a cumplir su aciago destino de vagar por el mar, lo cual finalmente
es impedido por la piadosa mujer que entregando su vida al mar y redime al
holandés de su eterno castigo?
4.
La ópera o drama escénico musical “El holandés errante” de Richard Wagner
Lo que Schnabelewopski se perdió del drama
escénico sobre el holandés errante, lo podemos conocer escuchando la ópera de
Wagner “El holandés errante”, pues el genial músico alemán se sirve del
capítulo VI de “Las memorias del señor de
Schnabelewopski” de Heine para escribir el guión de su ópera, en la que
completa lo que Schnabelewopski no pudo conocer por verse arrastrado, frente al
amor espiritual representado por Catalina, por el amor carnal que le propiciaba
la rubia holandesa. Efectivamente, en el tercer acto del drama escénico
wagneriano descubrimos, simplemente, que Senta (la Catalina de Heine) perece
estar prometida a un hombre, Erik, quien le recuerda su compromiso y le pide
que no le abandone por el marino holandés. Este, a la vez defraudado por esta
circunstancia y movido por el profundo amor que siente por Senta, decide volver
a cumplir con su destino y abandonar a Senta para que así no se vea obligada a
morir por él. Pero el final ya lo sabemos: Senta redime al holandés muriendo
por él.
En su relato de la leyenda, Heine decía que
“el diablo, como tonto que es, no cree en la fidelidad de las mujeres, y por eso permite al capitán maldito que cada
siete años baje a tierra para desposarse y, con esta oportunidad, lograr la
salvación ¡Pobre holandés! ¡Cuántas veces se conforma con poder volver a
liberarse del matrimonio y deshacerse de su libertadora! Entonces marcha de
nuevo a bordo”. La sutil ironía
de Heine nos desconcierta: ¿realmente, como piensa el tonto del diablo, las
mujeres no son fieles y por ello una y otra vez, traicionado por ellas, el
holandés se ve frustrado en su deseo de poner fin a su maldición o, al
contrario, es precisamente por la piadosa fidelidad de las mujeres y por el pío
amor que, en correspondencia, el holandés ha ido sintiendo por todas y cada una
con las que se ha ido desposando por lo que las abandona, aceptando así a su
trágico destino sin fin, para no conducirlas a la muerte, que para él sería su
autentica liberación? En cualquier caso, tanto la Catalina de Heine, como la
Senta de Wagner, representan a una mujer heroica para la que el amor está por
encima de la vida. Pero también, podría hallarse una actitud heroica, si bien
complementaria, en el holandés, pues es por amor a Catalina/Senta por lo que no
quiere que mueran por él y por lo que está dispuesto a seguir errante sin descanso
entre la vida y la muerte.
(Recapitulación
–génesis del mito-: tramado por las gentes del mar del norte de Europa en el
XVI, la leyenda se transmite oralmente, y ya la encontramos en la Alemania del XIX
donde las mujeres de edad se la cuentan a los niños. El poeta la evoca en su
libro de memorias. El relato crece porque ya es argumento de una obra teatral
en la cual a las jóvenes de una población escocesa se les cuenta la leyenda del
holandés para prevenirlas sobre seductores varones; una de ellas tiene un
retrato del supuesto marino y está fascinada con su imagen, su deseo de que
exista de verdad y de conocerlo se va a hacer realidad; el holandés se presenta
en casa llevado por su padre, la joven lo reconoce pero el holandés niega su
identidad e inclusive ironiza sobre la historia… Y todavía habrá de llegar Wagner,
que a cerrará el relato en su ópera convirtiéndolo en un inequívoco símbolo del
ideal romántico de la redención por el amor.)
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