domingo, 20 de enero de 2013

EL HOLANDÉS ERRANTE: UNA LEYENDA DE AMOR Y REDENCIÓN (JUAN JESÚS OJEDA ABOLAFIA)


JUAN JESÚS OJEDA ABOLAFIA (IES “Santa Bárbara”, Málaga), nos ofrece un trabajo sobre la leyenda del “Holandés errante”, que tiene cabida tanto en la unidad sobre el amor, como en la reservada al destino. Este trabajo incluye materiales que pueden servirnos como base para la elaboración de actividades.
1.  El mar y la imaginación como poderes fecundantes
   Existe un vínculo maravilloso entre el mar y la imaginación humana; y no porque el mar haya sido siempre fuente de estímulo para la imaginación y esta se haya mostrado fecunda creando un mar de historias sobre el mar, sino porque ambos, en sí mismos, son poderes fecundantes.
   Si no detrás del origen de la vida en nuestro planeta, lo que resulta indudable es que el mar está en el origen de un capítulo fundamental de la historia de la vida, pues, como pensó Anaximandro de Mileto hace 2500 años y hoy ya sabemos, los animales terrestres, incluidos nosotros, provenimos de ancestros marinos. Por su parte, la imaginación humana tiene el asombroso poder de engendrar esas extrañas criaturas que son los recuerdos, las ideas y las creencias. Estos engendros fantásticos (“fantasmas” se denomina en Latín a las imágenes mentales) cobran vida propia en el pensamiento y acaban influyendo en la realidad vital del ser humano cuando la propia imaginación los convierte en elementos de la trama de un relato. Precisamente, uno de los más asombrosos relatos elaborados por la imaginación humana es el que nos cuenta la historia más increíble jamás contada: la Historia del universo, de la vida y del hombre; narración tramada por esa forma tan racional de pensamiento -tan poco fantástica aunque sí imaginativa- llamada ciencia.
   Pero además de la interminable historia de la vida narrada por la ciencia, uno de cuyos capítulos sería el de las criaturas marinas y terrestres, la imaginación necesita recrearse inventando un mar de historias que no por fantásticas dejan de enseñarnos sobre la vida y cómo vivirla. Porque, de alguna manera, la vida humana es algo que le pasa a un animal imaginativo y errante, descendiente de ancestros marinos que un día salieron a tierra firme para secarse al sol,  al que, entretanto camina sin destino, se detiene bajo el cielo y se tumba sobre la tierra, le asalta la necesidad de inventar historias sobre sí mismo, los astros, la tierra y el mar, y no sólo por placer, sino para poder sobrevivir, para intentar salvarse de la muerte: Scherezade se salva de la muerte cada noche gracias a su capacidad para no acabar nunca de contar una y mil historias a su despiadado marido.
2. La narración como acto de pensamiento: pensamiento discursivo y pensamiento poético.
   Pensar es narrar, contar una historia. Hay dos maneras de pensar, de contar historias: la primera, propia del relato científico (pensamiento discursivo o deductivo); la segunda, propia del relato imaginario (pensamiento “poético” o simbólico).
   En la manera científica de pensar se cuentan cosas numéricamente contables y en ella el pensamiento discurre (pensamiento discursivo) por un camino claro, con principio y final, yendo paso a paso de una cosa sabida claramente, por ser contable y medible, a otra que también lo será, hasta que, de deducción en deducción, llegaremos a la conclusión final. La madre de esta forma de pensar deductiva es la geometría. Por ejemplo, se nos dice: imaginad un cuadrado –y todos podemos crear la imagen clara de un cuadrado-; pues bien, a partir de él vamos a ver claramente cómo podemos crear otro que doblará necesariamente el área del primero. Tracemos una diagonal, que dividirá en dos triángulos rectángulos iguales el cuadrado inicial, y a partir de esta diagonal, tomada como lado, tracemos un nuevo cuadrado cuya área contendrá cuatro triángulos idénticos a los dos que teníamos en el primer cuadrado; ahora bien, si el primero tenía dos triángulos y el que hemos trazado después tiene cuatro, como cuatro es el doble de dos, el nuevo cuadrado doblará el área del primero.
   En la manera poética o simbólica de pensar (propia del arte) se cuentan cosas reconocibles pero que ya desde el principio de la narración no están del todo claras; sin embargo, la historia narrada las va enlazando en una trama que parece tener sentido pero no una dirección clara que necesariamente nos lleve desde el principio al final. El mito, la leyenda o la narración literaria son la madre de esta forma de pensar en la que habiendo una trama que hila las cosas contadas, ni el principio está claro, y por tanto, no nos parece un auténtico principio, ni tampoco el final, que tampoco parece una conclusión. Aquí nuestro pensamiento no discurre por un camino recto, con salida y llegada precisas, sino que avanzando, parece a la vez dar vueltas, como mirando hacia atrás, para reconocer el trayecto realizado y no perdernos del todo con los nuevos sucesos por los que nos adentra el relato. Así, cuando termina la narración sabemos que la historia tiene sentido pero que somos nosotros, cada uno, quien debe encontrárselo. En el pensamiento poético nuestra imaginación se ve obligada a buscar el sentido de lo contado; y esto, ni más ni menos, es lo que nos pasa en ese discurrir sin rumbo claro, pero buscando sentido, que llamamos vida, en la que a la vez somos autores y protagonistas del argumento.
3. El relato del “Holandés errante” (Heine/Wagner)
   Me detengo ahora en una narración mítica, el relato del holandés errante. Como mito, en este relato nada está del todo claro ni es sabido: ni el autor, ni el protagonista; ni el comienzo ni el final, ni todos y cada uno de los acontecimientos narrados; pero reconocemos lo contado y pensamos que debe tener un sentido. Se trata de un relato marinero tramado por gentes del siglo XVII, surgido de la vida real y de la imaginación de hombres y mujeres que viven entre el mar y la tierra, que de algún modo saben que en el mar está su razón de ser y su destino final, su vivir y su morir. Imaginémoslos ahí, entre las costas del mar del Norte y del Báltico, entre Holanda, Noruega y Escocia; reconozcámoslos en esos marinos que se hacían a la mar para un trabajo no exento de temeraria aventura y de angustia; que a veces deparaba no retornar a tierra y dejar en ella a mujeres e hijos que dramáticamente esperaban su vuelta, y que en muchos casos quedaban viudas y huérfanos; pongámosnos en el lugar de esas mujeres, solteras de hecho, que a pesar de haber jurado ante Dios fidelidad a sus lejanos maridos, se hallaban expuestas a todo tipo de penurias y a la lúbrica coerción, cuando no al ultraje, de bárbaros marineros de tierra.
   La historia del holandés errante nos lo va a contar, por variopintos motivos, no sin parones, desvíos y vueltas atrás, e inclusive con un irónico y erótico corte en la narración, el gran poeta del romanticismo alemán Heinrich Heine, quien la recoge en un poético e irónico libro de memorias titulado “Memorias del señor de Schnabelewopski”, escrito alrededor de 1833. El señor de tan estrambótico nombre, “Schnabelewopski”, no es otro que el propio Heine, que nos relatará amables recuerdos de su vida; en este caso, de su primer viaje por mar entre Hamburgo y Amsterdam, durante el cual da en recordar la leyenda del holandés errante, que su vieja tía le contaba cuando era un niño y que ahora, en la cubierta del barco, sugestionado por el recuerdo, le hace imaginar si algunos de esos fantasmagóricos veleros que divisa a los lejos sobre un mar y un cielo ya casi nocturnos no pudiera ser el buque fantasma del desdichado marinero holandés:
   El primer viaje que hice por el mar es inolvidable. Mi vieja tía me había contado muchas historias marinas, que entonces resurgían en mi memoria. Pasaba horas enteras sentado en la cubierta pensando en las viejas historias, y, cuando las olas murmuraban, creía oír hablar a mi tía. Si cerraba los ojos la veía en persona, sentada ante mí, con el único diente de su boca; rápidamente movía los labios y refería la historia del holandés errante… “Cierta vez, una noche, vi pasar un gran barco con las velas rojas desplegadas; parecía un negro gigante con un gran manto de escarlata. ¿Era el holandés errante? (obertura de Wagner).
   Picada nuestra curiosidad por la leyenda del holandés, de repente, el señor Schnabelewopski nos sorprende desvelándonos que a su llegada a Amsterdam pudo finalmente ver al siniestro holandés, pero como protagonista de una obra de teatro: “En Amsterdam, donde pronto llegué, vi en persona al siniestro Mynherr, y por cierto que fue en escena.”
   Y así, Schnabelewopski, comenzará a narrarnos la leyenda del holandés errante para, a renglón seguido, contarnos el argumento de la obra de teatro que vio en Amsterdam, que nos aportará nuevos detalles del trágico destino sin fin entre la vida y la muerte del holandés:
   “El relato del holandés errante seguramente os será conocido. Es la historia del buque fantasma que nunca puede arribar a un puerto y que todavía ahora, desde tiempo inmemorial, vaga por los mares. Si uno se encuentra esta embarcación, entonces algunos de la lúgubre marinería se acercan en un bote y os ruegan que cojáis un montón de cartas. Estas cartas deben clavarse en el mástil, pues de lo contrario acaecería al barco una desgracia, máxime si no se encuentra a bordo ninguna Biblia o alguna herradura en el trinquete. Las cartas siempre van dirigidas a hombres desconocidos o que han muerto hace mucho, de forma que a veces el nieto recibe una carta de amor dirigida a su bisabuela, que yace en la tumba desde hace más de cien años. Ese fantasma de madera, esa espantosa embarcación, toma su nombre del capitán, un holandés que en cierta ocasión juró por todos los diablos que, a pesar de la fuerte tormenta que entonces soplaba, doblaría cierto cabo, cuyo nombre he olvidado, y que, asimismo, navegaría hasta el día del Juicio. El diablo le ha tomado la palabra y ahora tiene que vagar por los mares hasta el día del Juicio, a no ser que sea liberado por la fidelidad de una mujer. El diablo, como tonto que es, no cree en la fidelidad de las mujeres, y por eso permite al capitán maldito que cada siete años baje a tierra para desposarse y, con esta oportunidad, lograr la salvación. ¡Pobre holandés! ¡Cuántas veces se conforma con poder volver a liberarse del matrimonio y deshacerse de su libertadora! Entonces marcha de nuevo a bordo.
   En este relato se basa la obra que he visto en el teatro de Amsterdam. Han pasado ya siete años; el pobre holandés está más cansado que nunca del interminable correteo; baja a tierra, traba amistad con un comerciante escocés que encuentra, le vende diamantes a un precio irrisorio y, cuando oye que su comprador posee una hermosa hija, la pide por esposa. También este trato queda cerrado. Ahora vemos la casa del escocés; la muchacha espera al novio con el corazón tembloroso. A menudo mira con tristeza hacia un gran cuadro alterado por el tiempo que cuelga en la estancia y que representa a un guapo mozo con el atavío español de los Países Bajos: este cuadro pertenece a una antigua herencia y, al decir de la abuela, es la imagen fiel del holandés errante, tal como se le vio hace cien años en Escocia, en tiempos del rey Guillermo de Orange. A este cuadro va unida una advertencia transmitida de antiguo que dice que todas las mujeres de la familia deben guardarse del original. Por eso precisamente la niña desde pequeña ha grabado en su corazón los rasgos del peligroso galán. Ahora, cuando entra el verdadero holandés errante en persona, la muchacha se sobresalta, pero no de miedo. También éste queda asombrado a la vista del retrato. Cuando le explican lo que representa, sabe alejar de sí toda sospecha, se ríe de la superstición e incluso se burla del holandés errante, del eterno judío del océano; sin embargo, involuntariamente, pasa a contar en un tono triste cómo el holandés, en el desierto del agua, tiene que soportar sufrimientos inmensos e inauditos, cómo su cuerpo no es sino un féretro de carne en el que el alma pena, cómo la vida le aparta de sí y también la muerte le rechaza: igual que un tonel vacío que las olas se lanzan unas a otras y, burlonas, vuelven a lanzárselo, así el pobre holandés es zarandeado de un lado a otro entre la vida y la muerte, sin que ninguna de las dos quieran retenerlo; su dolor es profundo como el mar que se agita, su barco está sin ancla y su corazón sin esperanza.
   Creo que poco más o menos estas fueron las palabras con que el novio acabó. La novia le observaba muy seria y, de cuando en cuando, dirigía miradas de reojo al retrato. Parecía como si hubiera adivinado su secreto, y cuando él preguntó: “Catalina, ¿vas a serme fiel?”, contestó decidida: “¡Fiel hasta la muerte!”
   Y ahora que Catalina ha jurado fidelidad al holandés, ¿qué sucederá? ¿Será esta la vez que definitivamente ponga fin a su maldición ganándole la partida al diablo? Heine, irónico como gustaba ser, nos va a gastar algo más que una maliciosa broma, pues en realidad se tratará de introducir un contrapunto dialéctico, negativo, que servirá de crítica a la idealizada visión romántica del amor mostrada en la leyenda del holandés errante. Cuando el drama parece encaminarse hacia su desenlace, sucede algo inaudito, a la vez que tremendamente cómico y erótico, pues una provocativa rubia holandesa, que a buen seguro no le habría jurado fidelidad a ningún santo varón, llama la atención de Schnabelewopski desde el paraíso del teatro, quien seducido por los carnales encantos de la joven mujer sube a su encuentro dejando de presenciar parte del desenlace del drama representado en el escenario. Cuando vuelve a su asiento, tras el voluptuoso lance amoroso, la representación se halla justo en la escena final, que Schnabelewopski vuelve a contarnos:
   “Cuando volví de nuevo al teatro llegaba justamente a la última escena de la obra, en el momento en que la mujer del holandés errante, la holandesa errante, se retuerce las manos con desesperación, mientras en el mar, sobre la cubierta de la lúgubre embarcación, aparece su desgraciado marido. Él la ama y quiere abandonarla para no conducirla a la perdición; le confiesa su horrible destino y la maldición espantosa que pesa sobre él. Pero ella grita con todas sus fuerzas: “Te he sido fiel hasta ahora y sé un medio seguro de conservarte mi fidelidad hasta la muerte.
   Tras estas palabras, la fiel mujer se lanza al mar, y ahora es cuando la maldición del holandés errante termina; está liberado, y vemos cómo el buque fantasma se hunde en el abismo del mar...”
   Pero, ¿qué ha sucedido? ¿Por qué el holandés ha desconfiado de Catalina y de nuevo se ha visto abocado a cumplir su aciago destino de vagar por el mar, lo cual finalmente es impedido por la piadosa mujer que entregando su vida al mar y redime al holandés de su eterno castigo?
4. La ópera o drama escénico musical “El holandés errante” de Richard Wagner
   Lo que Schnabelewopski se perdió del drama escénico sobre el holandés errante, lo podemos conocer escuchando la ópera de Wagner “El holandés errante”, pues el genial músico alemán se sirve del capítulo VI de “Las memorias del señor de Schnabelewopski” de Heine para escribir el guión de su ópera, en la que completa lo que Schnabelewopski no pudo conocer por verse arrastrado, frente al amor espiritual representado por Catalina, por el amor carnal que le propiciaba la rubia holandesa. Efectivamente, en el tercer acto del drama escénico wagneriano descubrimos, simplemente, que Senta (la Catalina de Heine) perece estar prometida a un hombre, Erik, quien le recuerda su compromiso y le pide que no le abandone por el marino holandés. Este, a la vez defraudado por esta circunstancia y movido por el profundo amor que siente por Senta, decide volver a cumplir con su destino y abandonar a Senta para que así no se vea obligada a morir por él. Pero el final ya lo sabemos: Senta redime al holandés muriendo por él.
   En su relato de la leyenda, Heine decía que “el diablo, como tonto que es, no cree en la fidelidad de las mujeres, y por eso permite al capitán maldito que cada siete años baje a tierra para desposarse y, con esta oportunidad, lograr la salvación ¡Pobre holandés! ¡Cuántas veces se conforma con poder volver a liberarse del matrimonio y deshacerse de su libertadora! Entonces marcha de nuevo a bordo”.  La sutil ironía de Heine nos desconcierta: ¿realmente, como piensa el tonto del diablo, las mujeres no son fieles y por ello una y otra vez, traicionado por ellas, el holandés se ve frustrado en su deseo de poner fin a su maldición o, al contrario, es precisamente por la piadosa fidelidad de las mujeres y por el pío amor que, en correspondencia, el holandés ha ido sintiendo por todas y cada una con las que se ha ido desposando por lo que las abandona, aceptando así a su trágico destino sin fin, para no conducirlas a la muerte, que para él sería su autentica liberación? En cualquier caso, tanto la Catalina de Heine, como la Senta de Wagner, representan a una mujer heroica para la que el amor está por encima de la vida. Pero también, podría hallarse una actitud heroica, si bien complementaria, en el holandés, pues es por amor a Catalina/Senta por lo que no quiere que mueran por él y por lo que está dispuesto a seguir errante sin descanso entre la vida y la muerte.
  (Recapitulación –génesis del mito-: tramado por las gentes del mar del norte de Europa en el XVI, la leyenda se transmite oralmente, y ya la encontramos en la Alemania del XIX donde las mujeres de edad se la cuentan a los niños. El poeta la evoca en su libro de memorias. El relato crece porque ya es argumento de una obra teatral en la cual a las jóvenes de una población escocesa se les cuenta la leyenda del holandés para prevenirlas sobre seductores varones; una de ellas tiene un retrato del supuesto marino y está fascinada con su imagen, su deseo de que exista de verdad y de conocerlo se va a hacer realidad; el holandés se presenta en casa llevado por su padre, la joven lo reconoce pero el holandés niega su identidad e inclusive ironiza sobre la historia… Y todavía habrá de llegar Wagner, que a cerrará el relato en su ópera convirtiéndolo en un inequívoco símbolo del ideal romántico de la redención por el amor.)
 

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