Recapitulación
del diálogo:
El pasado miércoles, 9 de noviembre,
celebramos en la Biblioteca del instituto nuestro primer “café socrático”. Como
“uno es ninguno”, y no hay primero sin segundo, anunciamos ya nuestro propósito
de volver a encontrarnos en un segundo “café socrático” en las primeras semanas
de la segunda evaluación.
En este primer café socrático tratamos el
tema de la muerte. Sí, lo sabíamos; sí, lo escuchamos de unos y otros: “vaya
temita, ¿no hay otro más grato?”. Muchas fueron las voces que así se
manifestaron en los días previos al encuentro. Sin embargo, en filosofía no hay
temas prohibidos; los tabúes se dejan para el inconsciente discurrir por el que
se nos va el bullicioso vivir diario, pero no hay sitio para ellos en el
discurrir consciente que es filosofar. ¿Podríamos, si quiera, aspirar a
alcanzar un mínimo de excelencia o virtud personal y comunitaria sin pensar que
“la muerte es lo único que de verdad iguala a todos los hombres” (Pitágoras) o
que silenciosamente “cae leve la nieve, como el descenso de su último ocaso,
sobre todos los vivos y los muertos” (James Joyce)? Fuimos, por tanto, al
encuentro con esta vieja señora, no para espantarla o conjurarla, sino para
dialogar con ella.
Acudimos a la cita alumnas y alumnos de 4º
de ESO, de bachillerato y de Ciclos Formativos, así como, profesores, padres y
madres. Pero allí estábamos en igual condición de meros sujetos pensantes,
atentos a preguntar y responder a la incesante llamada de la muerte.
Prueba de ello fue que, una vez el
orientador del diálogo hubo establecido las reglas básicas del mismo; a saber:
en primer lugar, respetar el turno de
palabra; en segundo lugar, exigencia
de buscar claridad y concisión en nuestras manifestaciones; y por último, esfuerzo y perseverancia en la práctica
espiritual de la escucha atenta; y una vez acomodados todos e invitados a
servirse café o infusiones para templar voz y garganta, cuando se abrió el
diálogo con la primera pregunta ¿por qué estamos aquí? hubo común
acuerdo en que era porque claramente no
sabemos lo que pensamos sobre la muerte.
Todo diálogo
socrático, que es la herramienta intelectual usada en un café socrático, discurre, ciertamente,
entre las preguntas suscitadas por
nuestras dudas y las respuestas con
las que intentamos, en lo posible, fijar nuestras creencias. El inicio del pensar, que siempre es un dialogar, se
halla pues en una pregunta. Por eso el orientador solicitó a los presentes que,
para centrar el tema, cada uno se plantease una pregunta clara y concisa. Cerca
de quince se formularon de viva voz, casi tantas como asistentes; preguntas
suficientes como para prestarle decenas de horas en responderlas: ¿Por qué tenemos que morir?, ¿Quién dice que
hay muerte?, ¿Quién inventó la muerte?, ¿Acaba con la muerte la vida?, ¿Quién,
persona, autoridad o institución, decide sobre si uno puede morir?, ¿Hay alma
inmortal?, ¿Qué es la muerte?, ¿En qué momento se produce la muerte?, ¿Es la
muerte igualmente vivida por quienes creen en otra vida y quienes no?, ¿Por qué
tememos a la muerte?, ¿Queremos morir?...
Ante tan amplia variedad de preguntas y
perspectivas sobre la muerte, el orientador propuso dividirlas en dos categorías:
aquellas preguntas que indagaban sobre la posibilidad de otro tipo de vida tras
la muerte, de manera que esta no fuese un final de la existencia; y aquellas lo
hacían sobre la manera de afrontar la muerte desde la propia vida personal. De
esta manera, se distinguía entre una perspectiva transcendente sobre la muerte (primera categoría de
preguntas) y otra inmanente (segunda categoría). Hecha la distinción se
solicitó considerar cuál era la perspectiva que suscitaba un mayor interés para
los presentes y para decidir la cuestión se pidió someterla a votación,
resultando claramente mayoritaria la perspectiva inmanente. Así pues, el
orientador pidió repetir algunas de las preguntas que pudiesen encuadrarse en aquélla
perspectiva sobre la muerte, con el objeto de volver a considerarlas por todos
los asistentes y pasar a elegir por votación la que resultase más interesante inicialmente
para centrar el diálogo. Finalmente, obtuvo un apoyo mayoritario la pregunta ¿Por
qué tememos a la muerte?
Sin pregunta no hay diálogo; nuestro primer
logro fue saber acordar la pregunta que, allí reunidos para hablar de la
muerte, habría de dar comienzo a nuestra indagación colectiva. De esta manera
un nuevo momento del café socrático iba a iniciarse: el de las respuestas. Pero
antes de empezar, y tal vez por la convicción íntima de que el acuerdo sobre la
pregunta llevó a creer que parte de nuestra labor allí había sido realizada,
pareció un buen momento para que cada uno se sirviese café, té o sorbiese de la
infusión de yerba mate cebada por Alan, alumno natural de la Argentina, querido
país donde la tradición de los cafés socráticos lleva ya arraigada desde hace
un par de décadas.
El orientador se dispuso entonces a pedir a
cada uno de los asistentes que formulase una respuesta a la pregunta elegida,
subrayando la idea de que la respuesta habría de ser clara y concisa, para lo
cual tendría que enunciar en una sola frase la razón por la cual se le teme a la muerte. Tras un
minuto para que las respuestas fuesen pensadas y escritas se invitó a algunos
de los presentes a hacer públicas sus respuestas. En total fueron siete las
respuestas planteadas, que quedaron transcritas en una pizarra para que
pudieran ser atentamente consideradas y recordadas; a saber: “Porque
nos han hecho creer que es algo malo”; “Porque la desconocemos”; “Porque
tenemos apego a lo material”; “Porque puede conllevar dolor físico”; “Porque
nos apenamos de que “yo” desaparezco”; “Porque tenemos apego a los seres
queridos”; “Porque desconocemos cuándo llegará”.
El momento crucial de un diálogo socrático
se alcanza cuando nuestras creencias, en forma de respuestas a las preguntas
formuladas, son puestas en cuestión por las nuevas preguntas que suscitan en
quiénes las escuchan con atención. De repente, sin que quien ha puesto su
creencia ante el pensamiento de los otros pueda evitar experimentar asombro, la
seguridad inicial en la respuesta dada se verá socavada por las preguntas que
le son dirigidas, a través de las cuales podrá descubrir que su creencia no le
permite dar cuenta de algunas de la consecuencias que se siguen de la misma y
que son explicitadas por la preguntas que se le plantean. Es decir: con las
preguntas que se nos dirigen empezamos a ser capaces de pensar mejor el sentido
de nuestras creencias, o su falta de sentido.
Así, el moderador quiso saber si quien había
respondido que le tememos a la muerte porque nos han hecho creer que es algo
malo, podría indicarnos concretamente quiénes son esos que en nuestra sociedad
nos inculcan tal creencia, respondiendo que la familia. Pero ya no pudo
concretar la cuestión de por qué la familia piensa así. Además, se le objetó
que todos los animales tienen un instinto de rechazo a la muerte, por lo que el
temor podría ser más natural que cultural. Desde esta perspectiva el orientador
planteó la contradicción entre afirmar que el temor a la muerte es instintivo y
que a la vez sea algo desconocido, cuando los instintos serían saberes innatos
que no necesitan de aprendizaje cultural. Para salir del impase se consideró la
respuesta de que el temor a la muerte obedecería a que con ella se contraviene
nuestro natural apego a las cosas materiales. Ante esta respuesta, alguien
objetó que el rechazo a la muerte viene más por nuestro apego no a las cosas
materiales sino a las personas y otras cosas espirituales. No obstante, el
orientador quiso aparcar tal discusión, subrayando que sería más relevante,
antes de discutir si el apego es a lo material, a lo espiritual o a los seres
queridos, o inclusive, apego al propio “yo” personal, atender a la idea de
“apego” en sí misma. Efectivamente, parecía darse por sentado con algunas de
las respuestas inicialmente dadas que la muerte es el acontecimiento que limita
nuestros afectos e inclinaciones sentimentales, por eso preguntó si durante la
vida no estaríamos favoreciendo nosotros mismos la ruptura de muchos tipos de
apego a cosas y personas, hasta el punto de que si estábamos pensando que la
muerte acababa con el apego, no pudiera suceder que nosotros mismos favoreciésemos
la muerte en la vida al olvidarnos de cuidar y atender a cosas y personas por
las que en algún momento hemos sentido apego.
Las respuestas que se sucedieron a la
cuestión anterior parecieron reconocer que durante la vida podemos estar ante
experiencias similares a las que supuestamente la muerte nos conducirá
irremediablemente, pues efectivamente, de la misma manera que esta nos separará
de los seres queridos, como es el caso de los padres, a veces, en vida,
nosotros mismos nos vamos separando de ellos.
Tal vez el hecho de hablar de los padres hizo que en este momento las
intervenciones de dos padres de alumnos se hiciesen más presentes. Así uno
reconoció, en sentencia de profunda raigambre filosófica, que en vida
procedemos a enterrar muchas cosas sin ser muy conscientes de ello. También una
madre apuntó la aguda observación de que si es cierto que en vida nos
desapegamos de seres y personas, la diferencia con la muerte es que a veces en
la vida podemos volver a cuidar lo que hemos descuidado, pero con la muerte eso
ya no será posible.
Lo importante de la reflexión anterior es
que, al poner de manifiesto que algo de lo que nos pasa con la muerte nos pasa
ya en la vida y no le damos tanta trascendencia, tras ella nuestro diálogo, pareció
ir poniendo de manifiesto que el temor podría cambiarse si modificamos nuestras
actitudes culturales hacia la muerte. Así, la respuesta dada al comienzo, de
que el temor a la muerte era algo culturalmente inducido, volvía a adquirir
nueva relevancia, pues igual que la cultura puede infundir temor, un cambio
cultural podría modificar el mismo. En un tono más distendido se fueron
sucediendo entonces intervenciones donde se destacaba cómo la muerte no
llegaría a ser tan mala y temida si de alguna manera fuese una muerte aceptada,
asumida e, inclusive, querida. Así, se dejaron oír planteamientos tales como
que cuando la situación vital de una persona, especialmente su salud, es mala
la muerte puede ser deseada como una liberación, o que inclusive al final de
una vida satisfactoriamente vivida y donde los alicientes vitales disminuyan se
le empiece a dar menos valor a seguir viviendo. También se manifestaron casos
de personas que parecen temer más al morir a lo que vaya a ser de sus seres
queridos que a su propia muerte. Todas estas intervenciones llevaron al
orientador a apuntar la posibilidad de pensar cómo un poderoso cambio cultural,
que podría venir servido por los sorprendentes descubrimientos en el ámbito de
la biología celular y en la genética y sus futuras aplicaciones biomédicas,
podría ocasionar un cambio de paradigma sobre el ser humano y su relación con
la muerte.
La
pregunta subsiguiente, que a modo de reflexión futura para todos los asistentes
se planteó, fue si ¿cambiaría el temor a la muerte de un ser humano para el
cual la inmortalidad biológica fuese una condición de su naturaleza? Para
entonces, el diálogo socrático fue ya deviniendo en relajada, amena y ocurrente
tertulia, lo cual es normal y hasta deseable, si se considera que al cabo
habían transcurrido ya dos horas y cuarto de preguntas y respuestas. El propio
orientador decidió abandonar el timón de la navegación y sentarse a beber el
mate amargo que amablemente le cebó Alan, que previamente había planteado una
lúcida última reflexión en el sentido de que si mientras hemos sido mortales le
hemos temido a la muerte sería natural, entonces, que si llegásemos a ser
biológicamente inmortales le temiésemos a la eternidad y deseásemos la muerte.
Pero todavía hubo unos minutos para más,
pues el profesor José Luis Raya, que hasta poco antes nos había acompañado,
había dejado un breve relato escrito por él hacía algún tiempo, relato que por
su irónico final el orientador ya tenía en mente leerlo a modo de epílogo. A
pesar de la pertinente objeción de Alfredo Mancera de que no deberíamos leer un
escrito para la gloria de José Luis Raya, cuando acababa de dejarnos a todos
con dos palmos de narices, escuchamos atentamente la lectura que del mismo hizo
Miguel Ángel Benítez, y todos, también Alfredo, acabamos con la sonrisa en los
labios después de escuchar el relato de José Luis titulado “La muerte”. Sonrientes
ante la muerte y con la boca dispuesta a dar cuenta de los excelentes
bizcochos, tiernos y dulces, que para tan duro y amargo tema nos habían preparado
Asun y Noelia. Hablar de la muerte nos sentó de maravilla. Salud y hasta la
próxima.
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