LOS ROLES SEXUALES. TEXTO 1. (Estrella de Diego, El andrógino sexuado)
Y sin embargo, nacer hombre o mujer no tiene
implicaciones de comportamiento irreversibles, más bien nos comportamos como
hombres y como mujeres por esa determinada educación. Es lo que se suele
denominar como roles, la
predeterminación en la conducta de una persona –algo que la sociedad espera y
anima. Dichos papeles están íntimamente ligados al concepto de norma –cómo se
debe comportar la gente- y al concepto de estereotipo –cómo se suele comportar
la gente. Así los roles son patrones
de comportamiento relacionados con lo que se suele hacer y con lo que
idealmente se debería hacer. Brannon asocia los roles sociales a los papeles del teatro enfatizando cómo actuar
dentro de un determinado rol conforma
también la personalidad del individuo, la cual es para un sector de la
psicología el residuo o la integración de los roles sociales aprendidos, convirtiendo de este modo la imitación
en metamorfosis”.
Estrella de Diego, El andrógino sexuado, Madrid, Visor Dis., 1992, pp.48-49.
LOS ROLES SEXUALES. TEXTO 2. (Estrella de Diego, El andrógino sexuado)
“Duren-Smith y de Simone recogen algunos casos clínicos
que demuestran lo artificial de la diferencia de los sexos fuera del ámbito
puramente biológico e incluso cómo lo aprendido supera ese ámbito. Las personas
que han sido educadas dentro de los códigos de un sexo se comportan según esos
códigos y quieren mantenerlos a pesar de descubrir en la madurez que desde el
punto de vista del sexo biológico pertenecen al sexo contrario[1]. Lo que las autoras tratan
de demostrar con estas historias poco habituales desde el punto de vista
clínico, es que la orientación sexual se aprende al igual que la identidad de
género. Todos nacemos con una naturaleza bisexual y sólo después del nacimiento
se fuerzan las diferencias sexuales en nuestro cerebro a través de lenguajes no
verbales de signos establecidos –rosa versus
azul- y a través de lenguajes verbales presentes en la misma educación
potenciada por los padres – qué niño tan fuerte, qué niña tan guapa, como
explica Stoller.
Esta definición sexual impuesta va creando una serie de presiones
en ambos sexos, que en el caso de la mujer se manifiesta a través de la
percepción de la feminidad como un valor negativo y en el del hombre a través
de una identificación en el ámbito de lo irreal acrecentada por el miedo
latente a la homosexualidad. La identificación de las mujeres con su género se
lleva a cabo en el ámbito de lo cotidiano –las niñas juegan a las casitas con
harina de verdad-, mientras la de los hombres está ligada a lo heroico, muy
alejado del mundo tangible –disparan armas sin balas y juegan con trenes
miniatura. La transgresión de las niñas no es, además, algo tan fuertemente
criticado, tal vez por la subvaloración social de todo lo femenino que permite
a la mujer manifestar su bisexualidad e incluso la anima a adecuarse a las
normas de comportamiento masculinas”.
Estrella de Diego, El andrógino sexuado, Madrid, Visor Dis., 1992, p.50.
[1]
El primer caso presentado es el de la señora
Went, cuya identidad de género aparece separada de su identidad de sexo
genético. La señora Went es un ama de casa inglesa como tantas “sin problemas
de adaptación, casada y con dos hijos adoptados. Pero si viviese en Escocia,
tan sólo unas millas al Norte, el Estado la consideraría un hombre. De hecho es
un hombre genéticamente. Padece un desorden genético muy poco frecuente”. Es
consciente de sus problemas a los veintitrés años, ante la ausencia de
menstruación, y el médico le explica que técnicamente es un hombre. Ha sido
educada como una mujer y prefiere mantener los hábitos adquiridos y vivir su
vida como una mujer. El segundo caso que aportan es su antítesis, un muchacho
malayo criado como un chico que ha nacido con pene y una pequeña abertura
vaginal. Cuando en un momento empiezan a crecerle los pechos consulta a un
médico que le explica sus problemas de hermafroditismo. Él se siente un hombre
porque ha sido educado como tal y decide operarse los pechos y la vagina.
Duren-Smith y de Simone, 1983, p. 102 y ss.
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