"Temporary
like Achilles" (Fugaz como Aquiles).
Canción de Bob
Dylan.
Cuando se descubre que héroes deportivos como Lance
Armstrong o Tiger Woods no son tan honorables como muchos hubiéramos querido
creer sus defensores tienen la posibilidad de decir: “Bueno, al menos no murió
nadie”. Esa coartada ya no sirve en el caso de Oscar Pistorius, el más heroico
de todos, obligándonos una vez más a reflexionar sobre la maquinaria comercial
que pretende convencernos de que existe una correlación entre la excelencia
deportiva y la calidad humana.
Las empresas que pagan millonadas a los deportistas
para utilizarlos como cebo para que el público compre sus productos han
procurado vender la premisa de que no solo pedalean bien, corren bien, pegan
bien a una pelota sino que son ejemplos morales a seguir. Las historias siempre
ofrecen variaciones sobre el mismo tema. Han superado una infancia difícil, una
enfermedad complicada o —en el caso inverosímil de Pistorius— la amputación de
sus piernas y al final, tras un sobrehumano esfuerzo, han conquistado la
gloria. Ergo son grandes personas. Ergo, si usted compra nuestra zapatilla,
bebe de nuestra botella, conduce nuestro coche estará adquiriendo no solo una
zapatilla, una bebida o un coche. Viene incluido un magnífico valor agregado:
se le contagiará, por una especie de ósmosis mágica, el espíritu noble y
triunfador del famoso que nos patrocina.
Un artículo ayer en el Financial Times
identificaba al “complejo deportivo-industrial” como el gran y pernicioso
fabricante de mitos deportivos. O sea, las grandes empresas patrocinadoras
cuyos ojeadores viajan por el mundo, contratos en mano, a la caza de
deportistas deslumbrantes de 14 años. Una vez seleccionado el individuo se
espera a ver si triunfa y, si lo logra, se eligen cuidadosamente anécdotas de
su breve historia para elaborar la biografía de un pequeño dios. Y, sí, es
verdad que ahí es donde origina el dinero, la fuente de todos los males, pero
una vez que empieza a fluir aparecen muchas personas dispuestas a lubricar la
máquina de los sueños. Los agentes, los compañeros de equipo, los clubes, todos
sacan su tajada y todos aportan lo suyo para que la imagen del deportista en
cuestión se mantenga debidamente endiosada. Vean, por ejemplo, la conspiración
de silencio que protegió a Armstrong durante tantos años.
Pero nada de esto funcionaría, y esto es lo
absolutamente determinante, sin la complicidad del público y de los medios. No
porque ellos también saquen dinero sino más bien porque el trasfondo de todo,
la razón del éxito de la máquina de los sueños, es precisamente que los seres
humanos tienen, como siempre han tenido, la necesidad de soñar. Quieren creer
en héroes, y quizá más aún en estos tiempos en los que, más allá de la guerra
por otros medios que es el deporte, se vislumbran tan pocos. No hay generales o
políticos o incluso grandes figuras religiosas que nos inspiren, como en otras
épocas, o si los hubiera se pueden contar con los dedos de una mano.
Entonces nuestro afán de creer en la existencia de
superhombres, en referentes que acaparan las más admiradas virtudes humanas, se
acaba concentrando en unos jóvenes selectos que en realidad son tan falibles
como todo el resto de la especie. Y que muchas veces se vuelven más falibles
aún ante el deseo desesperado de mantenerse en la cima o ante la falta de los
mecanismos de defensa necesarios para convivir con la fama, la riqueza y el
desfile de novias guapas que se les presentan sin perder la cabeza.
Los hay que no la pierden. O eso quisiéramos pensar,
claro, hasta que nos sacuda la siguiente mala sorpresa. Aunque quizá la
sorpresa más grande sea que más de nuestras divinidades deportivas no exploten,
que no recurran al dopaje, o a las drogas, o al alcohol, o que sus historias no
acaben en tragedia, como la de Pistorius o el exportero del Barcelona y de la
selección alemana, Robert Enke, que se suicidó.
La regla general para que los deportistas sobrevivan
la celebridad es tener la suerte de haber dado con una familia o, si eso falla,
un agente, o compañeros de equipo o de club que les sepa mantener los pies en
la tierra. Pero hay excepciones a la regla también. En el eterno intento de
imponer la lógica a nuestra enigmática existencia tendemos a construir teorías
que lo explican todo, casi siempre después de los hechos. Como también somos
incapaces de evitar el impulso a buscar culpables. Habrá explicaciones y habrá
culpables en mayor o menor medida, dependiendo del caso. Lo podemos
racionalizar o complicar todo lo que queramos, pero al final de lo que se trata
es de la infinita variedad y el insondable misterio de la vida misma.